Sobre finales de noviembre dábamos cuenta de la publicación del libro de cuentos “El libro de los suicidas”, del salteño Leonardo Garet, traducido al portugués, por la editorial brasileña LetraSelvagem, con traducción de Erorci Santana. Esta edición de “O livro dos suicidas”, que considera al autor “entre los maestros del género en nuestro continente”, está prologada por el crítico uruguayo -fallecido hace poco tiempo- Jorge Albistur. El prólogo, traducido especialmente para EL PUEBLO del portugués al español por Mercedes Duarte es el siguiente:
“La lectura de estos cuentos bien puede traer a la memoria ciertos apuntes de Nietzsche formulados en la dimensión de lo que se acostumbra llamar La historia de los historiadores. Ella es la “sorda constancia” de lo que retorna, opacidad tenaz de instintos previsibles. Nietzsche pensaba que la historia verdadera es, justamente, lo distinto, lo único, y, además, algo que ocurre sin predestinación y sobre todo sin causa final. La historia es el suceso que interrumpe algo e instala otra cosa, no la continuidad. Es, con todo, esa emergencia – Enstebung es la palabra alemana- que resulta de un origen distante y “obliga a creer en el trabajo oscuro de un destino que se buscaría manifestar desde el primer momento”. La historia es genealogía. Estos conceptos fueron analizados por Michael Foucault en el primer capítulo de Microfísica del poder, publicación hoy más accesible para cualquier lector que la misma obra de Nietzsche.
El libro de los suicidas indaga en la emergencia de acontecimientos culminantes en la historia de la criatura humana. Los relatos suelen construirse en función de estos momentos ya demasiado maduros, preñados de significado. Poniéndose en marcha en dirección a esas plenitudes, a partir de preparaciones que esconden o calman la sorpresa, pero que la contemplan casi por entero. “La vida detrás de un vidrio” es, en esta perspectiva, un cuento llave: el narrador vive en la experiencia de la muerte de otros, es decir, de la emergencia de lo absolutamente nuevo. Pero la revelación ha de ocurrir en la propia muerte, ese almanaque que deja todo un tiempo para atrás: “No se pensFOTO CULTURAaba entonces en la muerte; se alteraba entonces de otra forma el orden y la monotonía de los días. Se esperaban las fiestas y no los velorios”. La muerte es la gran emergencia, pero, “la monotonía de los días” – esa réplica de la historia de los historiadores- está llena de muertes invisibles y partos dolorosos.
Desde luego, un narrador que rastrea esas revoluciones silenciosas es, antes que nada, alguien que cuenta insinuando siempre una reflexión. Ella claramente se expresa textualmente en los cuentos de Garet, pero su arte surge de la tensión entre contar la historia o completarla como si ya estuviera contada y fuese necesario desentrañar su sentido. Estos cuentos se desenvuelven en una segunda dimensión, por detrás o por encima de la que es bien visible. El autor escribe siempre asomado a este segundo escenario, a esa franja oculta a ese lector distraído y que con frecuencia no consigue espiar, en punta de pies, el territorio reservado y ajeno, de suerte que se instala resueltamente en él. Esta operación no es cosa menor, pues los personajes son, con frecuencia, seres alterados por oscuras obsesiones, que agonizan en deseos mórbidos. Vale la pena copiar una frase del cuento “Cuidad entre cinco” porque se podría referir también al conjunto, como síntesis de contenidos y confesiones: “Este invento de destrucción, que debe ser único en el catálogo de las aberraciones humanas, merece un historiador que cuente desde adentro pero mirando desde afuera”.
Las dos vertientes tienen la condición de sumergir a Garet en un mundo de inusitado espesor con respecto a las complejidades psicológicas. Haría falta un nuevo Bruno Bettelheim, el sutil psicoanalista de los cuentos de hadas, para leer “Niños maíces”, esa perturbadora alegoría de expectativas y frustraciones en orden de paternidad y maternidad. Algo que gira en torno de ese eje está entre los motivos centrales del libro: la infertilidad, la sombría aventura de hijos desconocidos, robados al nacer, los hijos abortados, los hijos concebidos como escudos contra la muerte. Hay otros libros también en El libro de los suicidas: libros todos resumidos, susceptibles a un mayor desenvolvimiento y hasta de convertirse en colecciones independientes. Uno de ellos es la reconstrucción imaginaria de obras cumbres del arte literario, la recreación de distantes hechos hechiceros: literatura de la literatura. Así, “En la mitad del camino” tiene que ver con La Divina Comedia de Dante, como “Alondra” se refiere al más famoso poema de Bernart de Ventadorn, y “Lancelot” revive una historia de la corte de Arturo. Estos tres relatos bien podrían formar parte de un primer movimiento, un primer conjunto dentro de otro, más vasto, de todo el libro. “Lancelot” aparece separado, contenido, de la posible unidad que el autor tal vez prefirió disimular, mejor que subrayar, en la organización del volumen. Otro subconjunto es el bestiario peculiar que compone los cuentos “Ratones”, “Víboras”, “Doce caballos”, “Benteveos” “Murciélagos”, a los que cabría agregar los ¨miserables canes que arrastran pañales sucios – como perversa advertencia- ante una madre frustrada. Se dice que el realismo seco, poco favorece este mundo narrativo, o no interesa a Garet. La realidad aparece más aludida, convocada como referente y corroboración de lo que levita en lo fantástico. Así un trovador medieval invoca al músico uruguayo Darnauchans, como la fantasmagórica historia de una ciudad desierta suena como eco de lo ocurrido después de construida Salto Grande, la represa que dejó bajo agua a muchos campos y hasta algún poblado. El escenario espectral, tal vez de modo más genérico, da forma a pesadillas de esos tiempos convulsionados por la cuestión ecológica y horror apocalíptico. La ciudad de Salto con sus bellos caserones aristocráticos, que esconden a veces secretos infames y la Piedra Alta –sereno lugar para suicidas- está viva también en muchos relatos. “Incursiones en lo indecible” recuerda, ciertamente, a Thomas Merton, pues así se llama uno de sus mejores libros. El título podría ser tomado también como divisa de todo este volumen; Garet se propone decir lo indecible. Solo podrá acompañarlo, por consecuencia, quien sea capaz de leer lo ilegible, de explorar lo que no está en las palabras, lo que subyace a los silencios. Esos silencios ya no son solamente Garet. O mejor dicho: los silencios de Garet tienden un puente en dirección a cada uno de sus lectores para – todos juntos- , en mágica convocación, escuchar lo indecible”.