Diario El Pueblo

 

J. L. Guarino

LOS HOMBRES DEL AGUA

 

Cauces nuevos por donde transcurren inmortales transparencias de antiguos ríos, "Los hombres del agua", de Leonardo Garet, traen a nuestros descreídos tiempos aquella primitiva frescura de inocente poesía con que los viejos encantadores libros pretendieron explicar lo inexplicable, y hallar razón de las cosas más allá de toda razón.

Porque enraizados en el mito de los principios, varios de los cuentos se instalan "in illo tempore", cuando "quedó el Talado dividido en dos mirándose en el espejo del río inexistente", sus moradores escarbaban pozos para albergar la lluvia, rodeaban al Viejo que les había prometido el río, y contemplan luego asombrados como se descuelga de la cumbre, "... penetró en el bosque, y siguiendo el trazado de nuestros abuelos quedo allí, como si siempre hubiera estado".

En las antípodas de "El viejo y el río", "Ningunita", "Las flores de Amalia", "La puerta del sol", en los que se celebran los festivos rituales de la vida, se halla "Los hombres del agua", que cierra el volumen y le da nombre, con sus apocalíptica de "Homoprontus", que en sus peceras herméticas son "juguetes de la química (o de la biología", y el parque 3 donde la contemplación de los seres vivos, "caminar entre árboles, semillas y hojas, arrancar pasto y filmarse subidos a los árboles o con los pies en el agua" resulta una costosa curiosidad para el hombre encerrado ya en edificios herméticos desde décadas atrás.

El origen y el final, extremos del devenir, se unifican en "El adivino", para cuyo protagonista todo es un solo suceso: "Palpitabas de emoción ante las ciudades, cavernas y batallas que te mostré, porque te parecieron tu pasado remoto; pero eran el futuro de este tu presente...". El tiempo, que en "El adivino" no es sucesión sino simultaneidad, aparece en su relatividad de captación humana en "El diálogo", es viaje inevitable y misterioso de manos de enigmático chofer en el alegórico "El ómnibus nuestro de cada día", del cual podían salir y caer más adelante adivinos y profetas, y en el cual "... cómodamente sentados, estábamos muy cuerdos en nuestros siete días...", y es dimensión oculta en "El triángulo", pieza magistral de antológica perfección por su exacto desbrozamiento y su escueta textura, no menos que por su lúcida imaginativa.

Austeras resonancias de oráculos milenarios, de aquellos que oxigenan de vida y poesía los Libros sagrados; cierto aliento de grandes maestros: Borges, el ciego casi omnisciente; Rulfo, que traficaba con sombras y fantasmas, García Márquez, cuyo cerebro engendró a Macondo, como el de Zeus a Minerva; algunas huellas de Kafka y resplandores del mundo de Marosa, confluyen sin invalidar la robusta personalidad de nuestro narrador.

Mito y apocalipsis. Y además amalgama de realidad y magia ("La gitana", "Los cuentos y mi hermano"), absurdo y misterio ("El examen"), y sobre todo poesía. Siempre poesía. Garet es fundamentalmente poeta, y la anécdota más que un fin en sí misma, aparece como una excusa para el siempre repetido deslumbramiento estético. Y artista del lenguaje. A veces a golpe de elipsis el ritmo narrativo provoca una sugeridora brevedad siempre elocuente. Otras, empuja denso, acumulativo, desbordante y conciso como en "El camino del oro", el más vigoroso de los relatos. Hay personajes apenas aludidos y sin embargo completos en sí mismos, como la señora Cristiano ("Los hombres del agua"), siempre atrapada por la panvisión; otros resultan escultóricos, tallados en piedra mediante sucesivos golpes descriptivos como Roberto Eladio, Jacinto Rosas, de "El camino del oro", y del mismo cuento, la demoledora Labrolopa, devoradora de hombres, con su insaciable hambruna lasciva y su canto de vocales estiradas. Por razones estrictamente editoriales, este libro, publicado en 1988, tuvo una escasa difusión. Hacemos votos por una pronta reimpresión que permita valorar el sólido perfil narrativo de este ya consagrado poeta y reconocido crítico.

 

JOSE LUIS GUARINO.

EL PUEBLO – Salto, domingo 15 de diciembre de 1996.

       
 

 

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