Sentirse enfermo (sentirse morir) lo adhería más a mí.
Y así como él sentía la necesidad de anudarse a otra vida,
al írsele la suya, así sentía yo que llegaba hasta mí revestido
de un signo particular, como un resucitado.
Ezequiel Martínez Estrada, El hermano Quiroga.
Hace poco más de 30 años, apiladas en los anaqueles polvorientos del Archivo Histórico-Diplomático ubicado en ese entonces en el subsuelo del Palacio Santos -sede de la Cancillería uruguaya- se encontraba un sinnúmero de cajas de un azul opacado por el tiempo, dentro de las cuales se iban haciendo pesadas de olvido todas aquellas notas formularias con las que el Servicio Exterior -desde sus diferentes destinos- remitía a la sede del Ministerio de Relaciones Exteriores lo que fuera dable u obligable de remitir. Se cumplía así con lo estipulado por el infaltable reglamento, ajustado en cada caso a la estructura, necesidades, caprichos y a veces hasta obsesiones de los varios incisos que sustentan al Poder Ejecutivo. En una de esas cajas -destinadas todas aquellas cuyas notas fueran hasta el año 1934 a ser destruidas por considerarse material ya sin importancia; por la definitiva poca y nada de importancia con que el tiempo suele condenar a lo que a la larga resulta intrascendente- se encontraba una nota en donde el remitente no hace más que cumplir con el formulismo cancilleresco de la época (y de todas las épocas cuando se trata de los resortes que mueven las realidades y fantasías de la Administración pública en general, y en particular de la uruguaya).
El papel florete, amarillento y quebrado en sus extremos, está encabezado por el lugar y la fecha. En ese caso la fórmula obliga a que a continuación se lea: “Al señor ministro de Relaciones Exteriores...Señor ministro...Tengo el agrado de dirigirme al señor ministro devolviendo, debidamente llenado, el formulario adjunto remitido con nota...Saluda al señor ministro muy atentamente...”.
El hombre que se dirige rutinariamente al entonces ministro Arteaga no ha hecho más que cumplir con una de las funciones que competen a su cargo de cónsul uruguayo en una provincia del norte argentino. Un mes después de enviada dicha nota -el 15 de abril de 1934- el empleado de la Cancillería es declarado cesante, cuando ya hacía tiempo que estaba completamente solo
...como un gato estoy...como un punto en
la inmensidad del paisaje lluvioso.
Compañera fiel hasta las últimas consecuencias, muchas veces la soledad permanecía con él durante la tarea de levantar el edificio de la creación con los materiales arrancados a las canteras de lo vivido y lo imaginado; esa soledad cuya naturaleza de género femenino la convertía en íntima musa que no sólo inspiraba, sino que también alentaba el instante ese en que se empieza a buscar -como tantas otras veces- las cuartillas de papel y la lapicera o la máquina de escribir; después la elección de esa hora casi imprevisible al despuntar de la mañana, metida en medio de la tarde o aventurándose en situaciones evocadas o imaginadas hacia lo profundo de la noche, con el silencio de una pieza cuya ventana se abre al día declinante o a las entreluces que anticipan el último rocío previo al alba sobre las riberas del río Paraná en el que la mano corriendo sobre el papel o los dedos aporreando una Remington de entreguerras se superpondrán o acompañarán al canto de los pájaros que sobrevuelan una Casa de Piedra alzándose junto a un río que corre entre calmo y agitado, abriendo a ambos lados la densidad de una vegetación agobiantemente subtropical. Es cuando todo el pasado y todo el futuro quedaban relegados a una dimensión lejana a la que tenía inmerso al escritor en una descripción, diálogo, anécdota, título o párrafo confesional que a veces no llegaba a convencer, como tampoco los motivos que originaron determinadas situaciones vividas junto a aquellos seres de rostros que regresaban a ese tan particular estado en el que se encontraba quien se sabía rondado por esa expresión de antigua y conocida belleza que le ratificaba el estar solo frente a la dimensión de su escritura, en tanto afuera la hora confirmaba imprecisiones en la lenta ascensión de una nueva mañana o en la aparición del lucero entre brumas girando en el horizonte coronado por las copas de las palmeras washingtonians confirmándole al hombre, al escritor, que quizás como nunca hasta esos momentos había empezado a sentir el agobio de esa soledad en la que se iba disipando la presencia de aquella musa que antes le sonreía desde un rostro hermoso. Por eso la proficua correspondencia con Ezequiel Martínez Estrada se acentúa a medida que los recuerdos y las suposiciones avanzan y lo invaden en esa otra creciente soledad misionera, devolviéndole al hombre maduro y enfermo y al escritor cumplido casi con su oficio, los fantasmas de su primera esposa y de sus personajes.
Ese tan particular remitente que enfrenta problemas de índole económica en tiempos que la esperada jubilación como cónsul uruguayo en la provincia subtropical en una primera instancia le es demorada, volverá entonces -en medio del paisaje lluvioso y en medio de su desesperación- a preocuparse de los animales y plantas que ha sabido criar y cultivar. Espera, sin embargo, a que el gobierno uruguayo de entonces revea su caso y tenga otra consideración para con quien ha sido relegado por la maquinaria burocrática a partir del 31 de marzo de 1933. Efectivamente, el golpe de Estado afirmó al Dr. Gabriel Terra en el poder, llevó al suicidio al ex presidente Baltasar Brum -compañero de banco del ex cónsul en el Colegio Hiram de Salto- y radió entonces a todos aquellos ex jerarcas batllistas de los cuales muchos, empezando por el propio Brum, habían apoyado siempre al escritor uruguayo radicado en la Argentina. Porque ese hombre al cual han despojado de su sueldo de la noche a la mañana fue una vez quien escribió -con la cinta azul gastada de su máquina y metido en la soledad de siempre- páginas que trascendieron el mero formulismo cancilleresco; páginas que posteriormente serían aplaudidas en principio por el público rioplatense; por nombres como los de Lugones, Sanín Cano, Glusberg, Lafférrère, Storni, Capdevila...Quizás la autoridad competente no lo recordara o directamente lo ignorara, pero si bien el funcionario jamás cumplió con su obligación burocrática “como debía”, en cambio cumplió con él mismo, con sus maestros, con su tiempo y con esa posteridad que hoy navega las regiones de una obra y del carácter y la personalidad del creador que la posibilitó. Porque volviendo al papel florete amarillento y quebrado en los extremos, es necesario atender a que quien firma desde San Ignacio en la provincia de Misiones, República Argentina, y sobre la palabra “cónsul”, se llama Horacio Quiroga. El nombre ha lucido al pie de otras frases finales escritas en la misma máquina, pero que nada tenían que ver con la función consular, o más bien es preciso destacar que esa calidad quedaba automáticamente relegada. Y no importa si la hoja convertida en página que va naciendo a tecleo de la imaginación, fuera formato carta u oficio, pues en ambos formatos de papel igualmente
El hombre y su machete acababan de
limpiar la quinta calle del bananal (...)
y dicha acción -con la que da inicio “El hombre muerto”- hubiera quedado con la misma concisión con que fue escrita; intacta en el poder de su inmediatez que se adentra sin rodeos en un texto que no es otra cosa que una magistral reflexión literaria sobre la muerte.
Los días se suceden en una creciente desazón. De hombre que siempre se bastó a sí mismo, Quiroga pasa a depender de las pocas influencias que le van quedando en el gobierno de Terra. Por otro lado, depende asimismo de alguien bastante más joven que él y ya tan azotado por la crítica adversa y los bajones existenciales -como se empieza a sentir Quiroga a partir de 1926 en que publica Los desterrados-: Ezequiel Martínez Estrada. Más que nada se trata de una dependencia afectiva que lleva a transmitir noticias con sabor a amarga confesión, desde aquella Misiones descubierta o descubridora en 1903. Ahora, sin embargo
Todos se abrían cartas de la familia y se entreleían
en voz alta. Yo sólo estaba con las manos sobre las rodillas,
sin cartas, familia, ni nada.
A la publicación de su libro más homogéneo se le suma el merecido homenaje que le rinde la editorial Babel por la totalidad de una obra que ya estaba consolidada por libros como Anaconda, El desierto y El salvaje, entre otros. Comienza para el ex dandi consistorial, ex cultivador de algodón en el Chaco, ex constructor de calderas para fabricar carbón -que sirviera a los requerimientos del mismo por parte de una Europa metida en el primer conflicto bélico mundial del siglo XX-, ex socio en una fracasada empresa yerbatera, un lento pero irreversible declive literario. Las preocupaciones de su juventud -construir un bungalow de cara al Paraná; ser acompañado por su flamante esposa pese a la oposición paterna; lograr su superación como escritor y la consolidación de una personalidad y hasta la leyenda de un carácter como hombre- han quedado atrás. Construyó un bungalow y luego la Casa de Piedra; tuvo una muchacha que supo enfrentar la inclemencia subtropical, ignorando -hasta Misiones- que no podría ya afrontar la inclemencia de los estados anímicos de su esposo, por lo que este la vio morir en sus brazos luego de ocho días de agonía sin poder hacer nada para revertir aquel final. Ahora el antaño “D’Artagnan” mosqueteril y luego “Pontífice” consistorial es aquejado por otras prioridades: procurarse el poco dinero que necesita para su frugal comida, su yerba y sus cigarrillos. Un coterráneo suyo, Enrique Amorim, comenzará a transitar kafkianamente de una a otra oficina estatal -desde la misma Cancillería hasta las salas de espera de la Casa de Gobierno- a fin de obtener alguna respuesta al petitorio quiroguiano. La Sociedad Argentina de Escritores (SADE) -de la que el autor de “La profesión literaria” fuera socio fundador- envía al entonces presidente Terra una nota fechada el 11 de junio de 1934 firmada por varias personalidades intelectuales, en la que se declara que “Este escritor de raza, reputado el primer cuentista de América, ha sido despojado de una representación consular que honraba a él y a su patria...”. Sin embargo, el ministro Arteaga contestará que no halló eco en esferas elevadas, por lo que la nota de la SADE se archiva para siempre en los confines barrocos de la Cancillería uruguaya. Alguien por ahí dirá que Quiroga permaneció indiferente ante “reiteradas” invitaciones que antes se le habían hecho para que regresara a su tierra. Entonces, desde la soledad misionera, el escritor siente que el adjetivo indiferente obra como un punzón que azuza esa piel curtida por el trabajo y el sufrimiento -bajo la que sin embargo dormitan el pionerismo y la juventud indómitos que las actuales circunstancias parecen haber relegado al olvido- y contesta que “(...) jamás ni gobierno, ni institución alguna de Uruguay, me invitó a volver al país. El único que lo hizo fue Batlle y Ordóñez en 1911, 12 ó 13 (...)”. Luego de esa contestación las preocupaciones retornan, pero hacia dilucidar ahora cuándo será posible que lo restituyan en su cargo, al menos como Cónsul Honorario, a fin de que los bolicheros del antiguo Iviraromí de los indígenas (San Ignacio) no lo sigan acosando con las cuentas que debe por mercadería que siempre llevó pagando al contado y que ahora es preciso retirar gracias a la a veces humillante modalidad del fiado.
La necesidad de dinero para los gastos mínimos se traduce en ideas de escribir nuevos cuentos a los que
Más que seguro que, urgido por la necesidad,
me decida en estos días a ponerle mano.
Pero si a algo fue siempre fiel, es al hecho de haber sido él mismo, tanto cuando escribió “urgido por la necesidad” como cuando el oficio en sí era su válvula de escape una vez que retornaba cansado y sudoroso del monte; una vez que los padres de alguna María Esther, Ana María o “la chica de Lomas”, le cerraran las puertas en la nariz; una vez que recordara, sin mencionarlo, las pasadas muertes de sus seres queridos. Entonces Quiroga era joven y temía a que “la muerte nos siegue verdes”, pues consideraba que aún no acababa de cumplir con su obra; más bien que -en medio de la travesía que lo llevó al fracaso de París mientras iba escribiendo su diario de viaje y pensaba en su futuro y también en la muerte- recién la estaba iniciando.
Ya son más las cartas sombrías que escribe que los relatos que lo caracterizaron a lo largo de más de tres décadas. Ahora el hombre siente próximo el tiempo de lanzarse a emprender ese misterioso viaje, para renacer luego “en un brote, un fosfato, el haz de un prisma”. Quiroga deja de lado su pasado, o más bien que lo retorna para sí completamente. Su recuerdo se inclina por momentos a la visión de María Elena y la pequeña Pitoca, quienes ya hace un tiempo están de regreso en Buenos Aires. Desde la distancia él parece ir comprendiendo que los caracteres habían empezado a hacerse incompatibles, aceptando sin embargo, al igual que Merimée –fracasado también con una mujer joven y linda- que
“Me ha hecho feliz cinco meses...le debo pues
mi vida entera”.
Para entonces, un decreto del 13 de febrero de 1935 lo restituye a su antiguo cargo. Inicia los trámites jubilatorios en el momento en que la mujer y la niña retornan por poco tiempo y casi un año y medio después
Recibí hace media hora 8 cartas...otra de la
Caja de Jubilaciones y Pensiones, con cheque
por $1.295 m/n (¡por fin !)...
Conforme aún se sigue hablando de él para bien y para mal -tanto en las peñas literarias que ya no cuentan con su presencia como en el grupo martinfierrista capitaneado por un joven llamado Jorge Luis Borges, que habla y escribe en detrimento del autor salteño -; conforme Horacio Quiroga-escritor ya tiene asegurado su puesto en las letras rioplatenses, Horacio Quiroga-hombre procura asegurarse un puesto en el lugar donde menos incomode, rodeado por sus herramientas, aves y recuerdos disecados; sólo procura hallar un lugar en la comprensión de ese “hermano menor” que no se decide a ir a Misiones, pero con el que mantiene un profundo lazo afectivo traducido en ese epistolario de los últimos años. Sin embargo, el viejo narrador entiende que no puede obligar al colega joven y violinista aficionado, por lo que decide obligarse a sí mismo, sintiendo que desciende por la cuesta aunque libre de pesos y cadenas; libre ya para considerarse el único dueño de su destino como lo fuera, ante todo, de su obra.
Viene entonces la bajada a Buenos Aires con la internación en el Hospital de Clínicas, las visitas de demás enfermos que se honran de tan ilustre colega en los males del físico castigado por los trajines de la existencia, y la amistad y compañía constante del deforme Battistessa: enfermo crónico que es más lo que tiene de bueno en su visible monstruosidad -producto de un eczema en la cara- que de ambiciones propias del hombre común, como los tantos que conoció ese escritor que ya comienza a parecerse más a al fantasma de alguna de sus creaciones con atmósfera de cine. Su esposa ha regresado y lo cuida con esmero y esto deja al margen las desavenencias que caracterizaron los últimos años del matrimonio. Lo demás ya ha sido relatado hasta el cansancio: la jornada del 18 de febrero de 1937. Ese día le permiten salir del hospital a dar un paseo. Visita a algunos amigos, se encuentra con su hija Eglé -a la que no le revela lo que los médicos no le revelaron a él, pero que él descubrió por un descuido: tiene un irreversible cáncer de próstata-, luego vendrá la despedida, con ese distanciamiento que se ha ido acentuando entre ambos con el paso de los años, y algo más tarde la entrada a una farmacia y la compra de la que no habla con nadie, pues sólo es importante para él. Las certezas en torno al estado de ánimo del escritor en la víspera del 19 de febrero de 1937 hace tiempo que pertenecen al siempre fértil terreno abonado por las conjeturas, suposiciones y hasta ficciones, propias de una figura casi mítica pero, precisamente por mitológica, con referentes más o menos lejanos aunque apoyados en datos reales. Esto es perfectamente comprensible tratándose de alguien que de su vida –con sus alegrías y desesperos- y de su literatura –con sus logros magistrales y con sus desaciertos no menos magistrales porque lo corroboran ser humano- hizo una verdadera obra de arte: rara y escasa virtud entre la gente y para lo que no se necesita ser “artista” en el sentido convencional del término; en todo caso uno más de los llamados “libros vivientes”, como define Lawrence Durrell a varios creadores de sí mismos, similar a ese griego que inspirará a Henry Miller El coloso de Maroussi.
Se sabe que bordeando el anochecer retorna al hospital, a su cama, a fumar varios cigarrillos antes de dormir. Las volutas de humo elevándose y entrelazando sus formas caprichosas sobre la pieza de hospital tendrían ese compás agitado y cambiante de cuando en el momento menos pensado la existencia resuelve hacer un balance. Entonces reaparecen diferentes instancias mostrando al alocado autor de “Fantasía nerviosa” e “Ilusoria más enferma”, al narrador objetivo y omnisciente de “La insolación” y “El desierto”, al maestro consumado de “El regreso de Anaconda” y “El conductor del rápido” intercambiando vicisitudes con ese hombre dostoievskiano y vital, pese a los rigores de esa selva que convirtió en patria definitiva para sus años postreros, quien sin embargo jamás perdería ciertas costumbres del dandi –que se viste de punta en blanco para tomar el té, solo, en su querida Meseta del Horqueta y de frente al crepúsculo que perfuma la atmósfera “de azahares y miel silvestre”, como alguna vez escribió-, y menos perdería esa capacidad de entrega amorosa que lo llevó del hiperromanticismo salteño volcado a María Esther y la enigmática “Sara” de su diario de viaje a París, a ser el cortejante apasionado en principio de aquella “chica de Lomas” para luego casarse, venciendo infortunios, con su adorada alumna Ana María Cires, renovando finalmente aquellas ansias amorosas como cincuentón enamorado, en esas núbiles doncellas que bien podían habitar la Misiones distante, como Ana María Palacios, o sorprender al maduro escritor dentro de su propia casa convertida en esa María Elena, amiga de su hija Eglé.
Entre un cigarrillo y otro se sucederán imágenes del pasado y perspectivas de un futuro que lo reencuentre con la tierra que dejó en el norte: la Meseta, el bungalow de la juventud y la Casa de Piedra construida en su última madurez... Hasta que elevándose de lo profundo de esa suma de experiencias vitales y creadoras, y llenando el espacio viciado de humo en donde tal vez se está diluyendo una imagen final irrumpe el silencio; no la a veces callada hurañía de meses o años anteriores, sino simplemente el silencio que yace pensativo a lo largo de la cama del hospital y que de vez en cuando tiene una mirada de ternura para el deforme que lo cuida de cerca, entredormido en un colchón que todas las noches extiende sobre el piso frío. Es el silencio que tiene a la noche por compañera, en ese próximo y definitivo viaje hacia una región que sólo podrá navegar quien minutos o siglos después se le aparecerá en el sueño a aquella enfermera que lo cuidaba de la mirada de los curiosos, despidiéndose de ella con un “¡Me voy! ¡Me voy!”. Por eso, en las primeras horas de la madrugada del 19 de febrero, Battistessa escucha estertores que parecen bajar de la cama aunque no para pedirle ayuda, sino para simplemente anunciarle que Horacio Quiroga -ex marido, ex padre, ex escritor, ex cónsul y finalmente ex hombre como él llamó a “los tipos” de sus desterrados- está pasando a pertenecer a una región en la que tal vez exista otro río, otra meseta en donde una energía toda mente recupere la fe y la voluntad y pugne por hacer habitable la tierra hostil ya sin obligaciones consulares o papel florete amarillento y quebrado en los extremos puesto en el rodillo de la máquina de escribir. En ella, en cambio, ese que vuelve a sentirse lleno de vida -o que quizás intuya o suponga que nunca la perdió- colocará otro y se pondrá a teclear, ya sin premuras económicas y a puro reflejo e inercia propios de quien le dedicó los mejores años de su vida al oficio de escritor. A esa sensación extrañamente placentera de haber estado tecleando de manera casi frenética le seguirán el leer, releer y hacer correcciones en lo imaginado, lo escrito lo plasmado; libre de sus obligaciones para con una olvidada oficina pública llamada comúnmente “Cancillería” por quienes siguen transitando, rutinarios y ambiciosos de jerarquías temporales detrás de un escritorio, las felicidades pasajeras y las desdichas imprevistas de la tercera dimensión. El escritor entonces considerará finalizada esa narración y se sentirá conforme con ese último párrafo, con esa última frase y esas últimas palabras que no necesitaron de ninguna corrección:
“...y cesó de respirar”.
Battistessa se volvió sobresaltado a la mesita de luz y encontró los restos de cianuro dentro de un frasco. El escritor lo mirará sonriente desde algún otro ángulo de la pieza o desde las sensaciones visuales de quien, en otra dimensión de árbol, piedra y río, se sentó a escribir tal vez un cuento sobre el amigo deforme, el buen Battistessa, aunque sus inquietudes -si es que las sigue teniendo- ya no se dirijan hacia el interés por publicarlo, sino de apenas disfrutarlo en las eternas deshoras de aquel especial modo de vida recuperada o renovada; sensaciones que ya no le podrá transmitir a Battistessa, como tampoco el decirle que por fin alguien más regresa; que regresa hasta esa máquina de escribir; que mirando a un costado reencuentra aquello que una vez lo llamó desde las sombras, cuando ya se sentía abandonado en Misiones y apenas se carteaba con cierto hermano menor a quien le escribía que
Por esto mismo le decía en mis líneas
de esta mañana que he andado estos
días reclinado a un espectro, que por
ratos me tentaba conjurándome a
olvidarlo todo e ir a su lado.
Seguramente, desde esa región definitiva, quien ahora tiene la eternidad como medida de su escritura vuelva en espíritu y correspondencia a ese último e intemporal destinatario de nuevas cartas escritas por lo sublime y lo esencial que quede del viejo dandi, como marco hecho a la medida de esa integridad y esencia que invitan a pensar en
lo calmo, cariñoso y admirable de tener
aquí un vecino como Ud. con quien (...)
reclinarnos de noche en muelles sillones
(...) revivir el alma y los recuerdos.
*. Conferencia dictada el 28 de febrero de 2015 en Casa Quiroga. Ver afiche