Taller Horacio Quiroga

NANICO

- Yo soy sola, ¿sabe? Y tengo que mantener a mi hija y a mi madre que está vieja. No puedo darme el lujo de no vender un día. ¿Usted no me haría el favor? Yo le pago cien pesos por la changa. No es mucho, pero.... es todo lo que puedo.

Atilio nunca había vendido nada y a la Feria había ido muy pocas veces, pero Norma Zampallo era una buena vecina, a veces se quedaba con Nanico cuando él tenía que salir y no le podía decir que no.

- Mire Norma, usted preocúpese de su salud que yo le atiendo el puesto. Pero eso sí deme todo anotado: qué es cada cosa y cuánto cuesta porque yo conozco los yuyos en la planta, pero después que se secan y los ponen en una bolsa, para mí son todos iguales.

- ¡Yo también voy abuelo! –dijo Nanico – Y te ayudo a llevar el carro. ¡Mirá que es pesado!.

El domingo Atilio se levantó muy temprano. Tomó mate y a las siete en punto estuvo en la casa de Norma a buscar el carro que ya estaba pronto en el zaguán.

- Mamá se fue al Hospital don Atilio y acá está todo: marcela, romero, salvia, carqueja, tilo, bueno... todo lo de siempre... y esta lata es para el dinero , y en esta hoja están los precios.

-¡ Yo cobro abuelo! ¡guardo la plata y después me comprás algo!

Atilio no habló en todo el trayecto. Arrastraba con dificultad aquel pesado carro. Pensaba en su vecina que todas las mañanas llevaba ese mismo carro hasta el Centro y regresaba de tardecita, casi siempre con toda la carga... siempre de buen humor... Y no porque no tenga problemas.... porque estos le sobraban a Norma.

- ¡Me cansé abuelo! ¿Puedo sentarme en el carrito?

- Ya llegamos. Ayudame a armar la mesa.

- ¿Qué le pasó a la doña? – preguntó el puestero de al lado.

- Viene el domingo que viene – contestó Atilio.

- Abuelo, ¿por qué vos no empezás a vender yuyos? Toda la gente compra. ¡Cinco paquetes ya vendimos!

Atilio sonreía y pensaba: ¡Inocencia de gurí! ¿Qué hace Norma con lo que gana acá?

Aunque se ve que tiene clientela fija, porque la señora esa que compró la carqueja parece que viene siempre. ¡Que no me olvide de darle sus saludos!

- ¡Buen día señor! Dígame, ¿ese caraguatá es de campo o de bañado?

- La verdá amigo que no sé. Yo no soy el dueño del puesto. Estoy aquí por una gauchada

nada más...

- ¡Pero debería saber, viejo! ¿Acaso vos no te criaste entre las chilcas del Arapey? – dijo el hombre mirándolo de costado al tiempo que se sacaba el sombrero de fieltro.

- Y sí... pero.... ¿y usted como sabe...?

- ¡Si habremos andado de andanzas! ¡Vos si que estás viejo... si hasta te olvidas de los amigos! ¿O acaso ahora tenés plata?

- No me digas que sos... ¡Benítez! ¿Qué andas haciendo por acá? ¡Seguro que andás bandidiando...!

- Abuelo, ¿me comprás un jugo?

- Vaya m’hijo. Traiga un jugo para usted y una cajita de vino para convidar a este amigo.

Lo conozco desde que era como usted, y seguramente debe tener una sed bárbara!

¿Cuánto hace que no nos vemos? ¡Cómo treinta años tal vez! – dijo Atilio dirigiéndose a su amigo.

- Yo que sé... un montón de años... La última vez que tuve noticias tuyas fue hace un tiempo, cuando tu hija anduvo por el pueblo. Pero... contame de tu vida...

- Para que contar cosa tristes... lo mejor que tengo es este gurisito. Lo único que me alegra el corazón...

- No te pongas así., viejo... Mirá, yo no tengo ni eso... M’hijito, traiga otro vinito para compartir con su abuelo. Y cómprese unos caramelos para usted también...

- ¡Si señor! – dijo el niño mirando a aquel hombre con curiosidad y alegría. Hacía tiempo que no veía a su abuelo tan contento.

- ¡Qué educadito lo tenés viejo! Pero está muy flaquito.... ¡ tiene patitas de tero!

Atilio no percibió el cambio en la mirada y la voz de su amigo que se pasó un pañuelo por el rostro para secarse la transpiración y disimular ese cosquilleo en el estómago que le sobrevino cuando vio aquel niño saltando entre los cajones de verdura.

- ¡Pará che! Hace rato que no tomo tanto y tengo que atender el puesto, y...

- ¡Viejo zorro Atilio! ¿Te acordás la vez que nos emborrachamos en el baile de la

escuela?

- ¡Eh don! –grita el verdulero de puesto de al lado- ¡Esa señora que va ahí estuvo rato esperando y usted no la atendió!

- ¡Gracias vecino! Voy a llamarla....

- ¡Atilio! ¡No perdés las mañas! Siempre atrás de las rubias.... Sin embargo te casaste con una morocha...

- No me hagas acordar Benítez.... Una santa mujer....

- Abuelo, ¿vos estás llorando? ¿Dónde dejaste la latita de la plata?

- Chsst Nanico, tome estos pesitos.... traiga otro vino para el abuelo... ¡Benítez! ¡cuántos años sin verlo! ¡qué amigazo!

- Mirá Atilio, vos siempre fuiste mi amigo y si ahora estás en la mala y tenés que vender yuyos en la feria yo te voy a ayudar... a vos y a tu nietito – decía Benítez con voz ronca –

En campaña siempre hay un rebusque: una oveja, una gallina, yo qué se...

- Pero Benito... Benitez... Yo vivo justo, pero no paso necesidad. Para mí y el gurisito nos alcanza.... Vos tenés mujer, hijo...., aunque este ya es hombre, claro...

- Tenía hijo, amigo, pero hace seis años que se me fue... Vos sabes, cuando uno es mozo cree que todo lo puede y se largó a cruzar el arroyo crecido... y bueno... se lo tragó con caballo y todo.

- ¡Eso sí que es jodido hermano! Yo ni me enteré, para poder cumplir aunque sea....

Perdoname.... ¿Y la madre?

- Imaginate. Desde que perdimos al muchacho quedó trastornada; dice que el gurí la visita todos los días y hasta apronta la mesa para esperarlo... La pobrecita quedó mal.... Ni siquiera quiere venir a la ciudad porque si el hijo llega y no la encuentra, capaz no vuelva más...

El sol del mediodía pesaba sobre las espaldas de aquellos dos hombres que caminaban en silencio y con dificultad, por la calle de tierra.

- Pero abuelo... dejá que yo llevo el carro. Ese amigo tuyo te da charla y vos no podés ni caminar... Yo puedo llevarlo abuelo, está mucho más liviano...¡vendí casi todos los yuyos!

- Pasá Benitez, pasá.... La casa no es grande, pero siempre hay lugar para los amigos.

- BuenoAtilio , pero... ¿tendrás algún vinito? Porque los domingos ... es sagrado comer un asadito bien regado – dijo Benítez al tiempo que se sacaba el sombrero y se dejaba caer en una vieja poltrona .

En ese momento levantó los ojos y lo vio... Desde un cuadro en la pared su hijo le sonreía. Era chiquito, tendría cuatro años tal vez.

- ¡La pucha Atilio! ¿Qué hace ese ahí...?

- Ese es el Nanico, mi nieto.... La madre se llevó una foto y me dejó esa mas grande para mí.

Benítez no había mirado al niño a la cara hasta aquel momento en que entraba a la casa con mirada triunfante.

- Abuelo, Norma todavía no volvió del hospital, pero dice la hija que se va a quedar muy contenta y me va a hacer un regalo porque vendí casi todo!

- Su abuelo está en el fondo, m’hijo... pero.... venga... dígame: ¿Dónde está su madre?

- Trabaja en Punta del Este, señor. Va a venir para Navidad.

- Y... ¿tu papá, m’hijo...?

- Nunca lo conocí señor. Mi madre dice que se murió antes de que yo naciera...

- Y... ¿vos sabés cómo se llamaba tu padre?

- Carlos, señor, como yo. Mi mamá me dice Carlitos.

- Pasá Benítez, vení al fondo que está más fresquito. Y serví un vinito dulce que hay en la heladera mientras hacemos el asado...

- Mirá hermano.... a mí servime lo más fuerte que tengas... Necesito juntar coraje para hablar con vos. Me parece que la vida nos ató con un lazo mucho más largo que la amistad,

- viejo... ¡Bendito sea Dios!


POR MANDATO DEL DUENDE

Hoy tengo la certeza de que este secreto me llevará a la tumba, como tantas veces me llevó a la cárcel y me ha traído hoy a este maloliente y horroroso hospital o Centro de Atención Psiquiátrica, como pude leer en el cartel que está en la puerta.

Acusado de robo, fui llevado antes a la cárcel, de donde salí gracias al amor y comprensión de mi madre que pagó la fianza y entregó cada una de las medallas que cuidadosamente guardo en una caja de nácar que me ha sido donada para esos fines. Y atención que digo guardo y no digo escondo, ya que no tengo nada que esconder porque no soy un ladrón sino un buscador con una importante tarea por cumplir.

Tal vez nadie comprenda la importancia de esta misión que me ha sido confiada y también sientan repugnancia al mirarme y vean en mí solamente al autor del “horrendo asesinato en la zona norte de la ciudad” como dice el diario que está sobre esta mesa y cuyos detalles quiere que relate el equipo de médicos, policías, juez y abogados que se encuentran en esta sala.

Ya acepté mi responsabilidad en la muerte de la Doctora Zaída Baladán, cosa que, por otra parte, no podía negar porque mis huellas quedaron en el Estacionamiento y me limpié las manos sucias de sangre en su propio auto blanco, pero el lugar donde guardé su cabeza rubia, eso no lo puedo revelar hasta que no reciba la autorización divina para hacerlo.

Pero claro, esto solo lo pueden comprender los elegidos, aquellos que han sido visitados por los Duendes y han recibido de ellos un mandato intransferible.

Yo soy uno de ellos.

Se me comunicó la Misión a cumplir en ocasión de la muerte de mi abuela Micaela, quien lucía siempre en su cuello, pendiente de una cadena, una medalla de cristal con la letra M de oro en el centro.

Desde niño me sentí atraído por aquella medalla y no comprendí el motivo hasta aquel día en que, en medio del velorio, el Duende Mayor habló.

Desde entonces he buscado medallas de cristal con letras de oro, para completar el abecedario y hacer posible que los Duendes puedan hablar el lenguaje de los hombres.

Mi madre, cada vez que encontraba medallas en la cajita de nácar, rápidamente las llevaba a la Policía, pero ya era tarde: la esencia ya había sido quitada del oro y aquello que volvía a su dueño no era más que vidrio y metal.

Esa mujer, la que hoy yace en la Morgue, y a quien tanto lloran, es la responsable de este último acto mío que todos consideran atroz.

Mi madre, quien nunca logró comprender lo que cuento ya que a pesar de sus rezos jamás consiguió que seres maravillosos le hablaran, me sugirió visitara a esta Médico Psiquiatra hoy tristemente fallecida. Era una bonita y agradable mujer con quien departí durante muchas tardes a lo largo de seis meses.

Tanta confianza me inspiró que al fin le conté mi secreto, y extrañamente no se mostró sorprendida con mi revelación.

Pero una tarde, mientras conversábamos animadamente, ella debió abandonar por un momento la habitación y me sentí impulsado a mirar la foto que la doctora tenía en un hermoso portarretrato sobre su escritorio. Allí la vi: sonreía junto a su esposo y tres niños rubios como ella, y mis ojos se posaron en su fino cuello desde donde me llamaba una medalla de cristal y oro con la tan preciada letra Z.

Enseguida lo comprendí: la doctora, conocedora por mi confesión del secreto de la Misión, escondía en algún lugar la medalla.

Dos meses transcurrieron desde aquel descubrimiento a este maravilloso día en que pude tener en mis manos la última letra del abecedario.

Dos meses durante los cuales concurrí a la Sesión con la doctora todos los martes y jueves, y los demás días de la semana, escondido en el Estacionamiento del Edificio por la tarde y del Hospital en la mañana, aguardé la presencia de la codiciada medalla.

Cuando esta tarde la vi bajar al Estacionamiento con una blusa de seda blanca, comprendí que ese era el momento. No había visto yo la medalla pero sentí su presencia y recibí el imperioso mandato de ofrecerla con el calor de aquella hermosa mujer, por lo que tomé el hacha del extintor de incendios y así, de un solo golpe, la decapité.

Guardé el tesoro en la bolsa que llevaba y rápidamente me dirigí al río a entregar mi ofrenda.

Estos hombres que me miran saben que yo la maté. Yo no lo niego.

Guardo el secreto del lugar donde deposité la cabeza hasta el momento en que el Duende Mayor me autorice a revelarlo.

Mientras tanto sonrío y los hombres me gritan pensando que me burlo de ellos.

No saben que acabo de conocer una atractiva mujer, que luce en su túnica un broche dorado con su nombre: Doctora Yamila Costa.

 

Rocío Menoni

Nació en Salto en 1953. Es maestra. Orienta un Taller Literario y Sala de Lectura para niños. Publicó en el semanario Sol y Luna. Está incluida en la antología Los nombres del cuento (Ediciones Aldebarán, 2004). Es autora de A la orilla del vuelo (Ediciones Taller Literario Horacio Quiroga, 2009)

       
 

 

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