Ese día, Agustina despertó muy temprano, sintió un fuerte olor a “vela” y miró a su alrededor; había muchísimas encendidas, de todos los tamaños y colores, sentía que se ahogaba, no obstante, se dispuso a dormir nuevamente, convencida de que estaba soñando. Cerró los ojos un rato, y los volvió a abrir muy lentamente –parecía que todo había desaparecido- con alivio se levantó, fue al baño, abrió la canilla del agua caliente y demoró en desvestirse para que se llenara de vapor todo el lugar. Se bañó sin disfrutar el golpear del agua en el cuerpo, del placer del jabón y de la cabeza bajo la lluvia. Salió; el espejo estaba como siempre muy empañado, lo repasó con una toallita de papel y ante su sorpresa un pequeño arco como dibujado con el dedo no se borraba, por el contrario se volvía más nítido; le restó importancia y se fue a clase.
A la hora de almorzar no tuvo tiempo para volver a su casa, entró en una cafetería y se ubicó en una mesa junto a uno de los ventanales; los vidrios empañados no permitían ver claramente hacia afuera; de pronto comenzó a dibujarse un arco, casi una semicircunferencia, en el vidrio de su lado, muy similar a la del espejo, pero más grande y de color más oscuro. Agustina se levantó automáticamente y corrió hacia la calle para ver si veía a quién había hecho el dibujo; no sirvió de nada.
Asistió a las clases de la tarde en forma normal. Cuando el profesor exponía sobre el destino y el hombre, Agustina tuvo que cerrar los ojos fuertemente pues otra vez las velas encendidas y el olor a cera.
Llegó la hora de la salida; tenía temor de regresar a su casa. Junto a Margarita, una compañera de grupo, decidieron mirar algunas vidrieras; en el ángulo inferior, empañado el vidrio, aparecía una circunferencia casi completa más rojiza que las anteriores. Se sintió nerviosa, su amiga lo notó y le ofreció generosamente el quedarse en su casa esa noche.
Llegaron a lo de Margarita. El padre de la chica se acercó a saludarla afectuosamente...
La muchacha retrocedió espantada, en el salón estaban todos los cirios encendidos, y el hombre fue de pronto un blanco y luminoso esqueleto. Con una sonrisa irónica y dulce trazó en el aire un círculo completo, al soplar la trémula luz de la vela más pequeña.
Clara había escuchado a su padre contar una historia, referida a lo que ocurría en las noches de luna llena en la casa de enfrente: una mujer, aparecía en la escalinata del fondo con un ropaje blanco, y se paseaba como una evocación de otro tiempo, por aquellos jardines, ahora descuidados, que se volvían nuevos para celebrar su presencia.
A la joven la atraía la posibilidad de poder comprobar esta historia y el poder ver de cerca a aquella mujer. Su habitación situada en la parte de arriba de la casa, era un buen mirador; tendría que esperar la próxima luna llena y cruzaría para intentar entrar, aunque todo estaba herméticamente cerrado con candado y cadenas.
Faltaba poco para la luna llena. Clara entusiasmada, había tomado de la caja de herramientas de su padre una linterna. Llegó el día. Cerca de la medianoche comenzó a bajar la escalera, abrió y cerró la puerta sigilosamente, y linterna en mano, llena de miedo, cruzó y se apostó frente a las rejas de la casa de enfrente, a su candado, y a sus cadenas entrecruzadas. La luz de la calle era escasa; intentó prender la linterna sin éxito... -¿y ahora?- se dijo apretándola contra su pecho; la linterna se encendió con una fuerte luz al mismo tiempo que las rejas le franqueaban el paso; a medida que caminaba se iban abriendo las puertas y notó que ella misma iba iluminando tenuemente el camino; llegó a los ventanales que daban al jardín que también se abrieron como recién aceitados; dio su primer paso y sintió que la envolvía la luna llena. Miró su sombra proyectada hacia un lado y giró; no se reconoció, su figura se había transformado, era bastante más alta y estilizada, sus ropas desaparecieron y se sintió cubierta por un leve y blanco ropaje. La escalera le ofrecía sus escalones para llegar al jardín; a medida que caminaba descalza, el césped se volvía fresco y mullido, los canteros se llenaban de plantas en flor, los árboles abanicaban sus hojas nuevas, y el agua de la fuente se volvía limpia y cristalina. Clara se quitó su leve ropaje y se sumergió en el agua pura y permaneció allí mientras la luna dibuja arabescos en la superficie; se cubrió y sin darse cuenta subió la escalinata perfumada de jazmines. Al mirar hacia atrás vio cómo todo aquel mágico lugar se desdibujaba poco a poco.
Volvió a su casa y se acostó.
No quiero beber el agua del mismo río.
Quiero corrientes nuevas
con brincos de canto y piedra.
Abrir canales profundos
hasta dar con aguas frescas
que me traigan desde el fondo
esencias desconocidas
con fragancias de las flores
que no han visto todavía
el mundo que nos rodea.
Yo sé que hay otras tierras
otras aguas , otros ríos
y quiero desconocerme
para poder descubrirme.
¡No quiero beber el agua del mismo río!
Myriam 2010
Un ángel blanco de alas desplegadas
y ensortijado pelo, mira al cielo.
Parece volar en cualquier momento.
Nunca lo hará,
así como tampoco
se deshojarán las flores de sus manos.
Guardián de almas
frío, eternamente quieto, por los siglos.
Acercando a Dios
a los ausentes y a los que aún están,
La belleza del Arte es tan fuerte.
como para que esas almas
permanezcan allí, en la ropa, en la flores
en la mirada de esos ojos fijos
en la magia de esa otra alma
que les dio la suya cuando las creó.-
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Myriam Albisu
Nació en Salto. Fue docente de Primaria, Secundaria y del Instituto de Formación Docente y profesora de danza. Ha publicado Cabitos de naranja (junto a Enrique Albisu) y Te doy mi palabra. Palabras en cubierta (Ediciones Taller Literario Horacio Quiroga, 2009) contiene una antología de los dos anteriores a la vez que presenta un significativo número de textos nuevos.