Aquellos días que precedieron a la llegada del cometa fueron de gran agitación para todos.
Mamá rezaba por temor a alguna desgracia, el tío bromeaba acerca de lo que iba a ganar en la
ruleta en Buenos Aires y mi hermano mayor observaba las estrellas y la luna con cara muy
preocupada. Sólo Papá conservaba la calma y aseguraba que nada malo pasaría y además
habría un gran espectáculo en el cielo.
En la ferretería yo escuchaba a los clientes y aprendí palabras nuevas: órbita, elipse, universo,
astronomía. Hasta entonces sabía que el mundo era redondo y se llamaba La Tierra y giraba
alrededor del Sol; sabía que cometa era una palabra que mis primos de Montevideo decían en
vez de pandorga y que la cola se hacía con trapos, cortados y bien atados. Un vendedor que
había llegado el día anterior en el barco de la tarde aseguró que la cola del cometa era polvo
cósmico
— Si la cola del cometa atraviesa La Tierra, lo más importante es ver su color –dijo el asistente
del boticario–; puede ser de un tono pálido, rojizo, azulado o amarillento; según el color… las
enfermedades. Nosotros vamos a recibir, mañana o pasado, un elixir preparado en Oriente.
Uno de los maquinistas del ferrocarril quedó muy nervioso y dijo que iba a pedir licencia por dos
o tres días: los gringos me van a entender, además mi familia trabaja en la empresa desde la
época del ingeniero Wilkinson. Yo, por las dudas, anoté en un papel los nombres de dos
enfermedades que podían venir: pleuresía y escrófulas. Papá me dijo al oído Ese aprendiz es un
chanta, no hagas caso. Me tranquilicé; una de las palabras hasta parecía linda pero la otra era
asquerosa.
La noche del 19 de mayo subimos los tres al mirador: Papá, mi hermano y yo; antes arranqué la
hoja del almanaque y la guardé en el aparador donde están las copas del casamiento de los
Abuelos. Mamá y los Tíos prefirieron jugar a la lotería de cartones y a la escoba y acostarse
temprano, no sé para qué juegan si el Tío les gana siempre. Mamá me abrigó bien y Papá
prendió el brasero para no sentir frío y además mantener caliente el agua de la caldera; lo puso
sobre una chapa de fierro en el piso de baldosas nuevas; en ese brasero la Abuela quema las
hierbas buenas. Papá y mi hermano empezaron el mate a eso de las once porque querían estar
bien despiertos para cuando apareciera el cometa. Yo llevé la bolsa de bolitas que me hizo la
Tía, con las que le gané ayer al Pelado ya tengo 24; la luz del braserito me alcanzaba para
bochar en un rincón del mirador. Subimos dos sillas y un perezoso para mí, aunque yo no
pensaba dormir ni loco.
La noche empezó a hacerse más fresca y mi hemano bajó a buscar chocolate caliente y
bizcochuelo para los tres. Papá me enseñaba lo que eran las constelaciones y la Vía Láctea. Yo
de estrellas conocía sólo Las tres Marías y Los Siete Cabritos y sobre todo que no se debe
señalarlas con el dedo porque te salen verrugas.
— ¿Usted cómo sabe tanto, Papá? –pregunté y cuando me iba a responder gritó:
— ¡Allá está! ¡Allá, miren! –los tres nos quedamos sin poder hablar. Había una luz muy larga,
como nunca había visto, por encima de todos los árboles, bien blanca adelante y atrás más débil,
eran la cabeza y la cola del cometa. A mí me pareció que estaba como pasando la quinta del
Padrino. Mi hermano juntó sus manos sobre la boca, me pareció que rezaba; Papá nos abrazó.
— El Halley –dijeron los dos al mismo tiempo.
No sé cuanto tiempo más nos quedamos. Al rato yo me recosté en el perezoso porque tenía un
poco de sueño. Ellos siguieron hablando y recuerdo que Papá contaba del sabio que lo
descubrió, de todos los cálculos que hizo y por eso le pusieron ese nombre al cometa. Después
me dormí.
Soñé que mi hermano me bajaba en sus brazos y me acostaba pero cuando despertaba el
cuarto tenía una cama más grande y otros muebles; yo me miraba al espejo y veía a Papá, pero
sin bigote e íbamos a ver las obras del Puerto nuevo, yo tenía el pelo más rubio; después yo
encontraba al Abuelo, que ya no estaba muerto, lo cuidaba y lo ayudaba a vestirse. Iba
Montevideo y viajaba a Europa y subía a la torre Eiffel; al volver a Salto el mirador no estaba más
y la casa era otra, tenía una azotea donde yo le mostraba las constelaciones a un niño igualito a
mí. Sentí un poco de frío.
— ¡Abuelo, Abuelo, despertate Abuelito! ¡Ahí está el Halley! –decía mi nieto, saltando de alegría
en la azotea –allá, como pasando el Dickinson. –Mi hijo me ajustó una ruedita del largavista para
enfocar mejor y entonces lo vi de nuevo… más chico quizás… pero siempre maravilloso.
— Hola, viejo amigo… –susurré.
— Tomá un café caliente, Papá, ya son como las dos de la mañana; tiene unas gotitas de
aquello –mi hijo me hizo una guiñada al alcanzarme la taza, se restregó las manos y me bajó el
gorro de lana hasta las orejas–; acordate que ya estamos en abril.
— Abuelo, mañana me volvés a contar de cuando esperaron al cometa al lado de un brasero
para calentarse –dijo mi nieto; tenía los ojos muy abiertos–; esta noche… –no pudo seguir
hablando y juntó sus manos sobre la boca, como en una silenciosa oración.
A lo lejos se oían algunas bocinas; alguien lanzó un cohete. Mi hijo comenzó a sacar fotos con
su cámara nueva, comprada especialmente para la ocasión.
— Es una Nikon, no me preguntes cuánto costó… y en cuotas –dijo sonriendo–; le puse un rollo
de 400 ASA.
Estuvimos un rato más y luego entre los dos me ayudaron a levantar porque tenía las piernas
entumecidas. Los abracé y les di un beso; antes de bajar, tomé la carita de mi nieto entre mis
manos y le dije al oído:
— 2062, no te olvides.
Conoció el cine en las matinés de los domingos. Cuatro películas (con el tiempo se redujeron a tres) eran un tesoro que se repartía a lo largo de la tarde entre niños, adolescentes y jóvenes que en los intervalos (intérvalos decía el negro “Kerosén”) cambiaban revistas y devoraban frankfurters con coca-cola. En la sala, una sabia combinación: la primera, cómica, la segunda, de coboys, después la policial; al final, de aventuras o de amor.
A los dieciocho llegaron las funciones nocturnas. Descubrió el terror (cerrando los ojos) y a la Coca Sarli (abriéndolos bien) preguntando a su violador ¿Qué pretende usted de mí? Vió películas que no entendió entonces pero sí después, en el Sorocabana, con trasnochados amigos y profesores.
La pasión quedó en él. Se habituó a otro lenguaje: las películas pasaron a llamarse films (para sus tías seguían siendo cintas y el cine biógrafo), las cómicas, de humor, las de coboys, westerns, las policiales, thrillers, y las de amor, románticas.
No compró otros libros que no fueran sobre cine y cuando encontraba un afiche lo llevaba sin reparar en el precio. Su casa se transformó en un Planetario al revés donde los ojos de las estrellas lo observaban. Se dormía bajo la mirada llena de picardía de Marylin o la amenazante de Orson Welles.
Ahorrando de todas las maneras posibles compró un proyector en buenas condiciones. Por unos pesos más se llevó una butaca vieja. Entonces se dedicó a buscar su película, para verla como cada año por lejos que estuviera la sala. Leyó la cartelera del diario, día tras día: todo era cuestión de esperar.
Una mañana tuvo la buena nueva: la exhibían en una sala de barrio. Habló con el dueño planteando su aspiración: quería comprar la copia. A un no rotundo siguió una negociación con final feliz; a la semana lo llamaron por teléfono y volvió con los preciados rollos en tres cajas metálicas. Fue el 25 de diciembre, día de Navidad. Se sintió feliz: también era el cumpleaños de Humphrey Bogart.
Dispuso el proyector frente a la pantalla casera y desde su butaca se sumergió, una vez más, en la historia. De la luz salía el hombre triste que fumaba y bebía en soledad y la joven de mirada angustiada. Como en cada final, dejó que sus lágrimas corrieran.
Con el pasar de los años la tecnología le permitió tener su colección de películas. Recuperó héroes de matiné y amores nocturnos: caminó con Gary Cooper por la calle desierta, jugó al ajedrez con la muerte, abrazó a Stella al pie de la escalera y estuvo en un camarote lleno de gente con Groucho Marx.
Cada 25 de diciembre cumplía con un ritual: sacaba los rollos cuidadosamente envueltos y después... el cruce de miradas de los enamorados por encima del piano, el canto vibrante de La Marsellesa frente a los nazis y la despedida en el aeropuerto de Casablanca. Año a año se emocionaba más y pensaba Me estoy poniendo viejo. Le oprimía el pecho una angustia creciente. ¿Por qué las cosas no pudieron ser distintas? Maldecía al guionista y al director; a veces soñaba con finales diferentes, pero sólo eran… fantasías.
En una revista leyó que la tecnología digital permitía hacer prácticamente todo, cualquier cosa en una película. Todo decía el artículo. Cualquier cosa. La idea fue creciendo. Buscó en Internet y encontró siete productoras cinematográficas. En las dos primeras no mostraron ningún interés; en una, incluso, lo trataron de loco. En la tercera lo atendió una joven que escuchó con atención la explicación y el difícil pedido.
–Permítame –le dijo y bajó al subsuelo del local. Regresó cuando ya se estaba poniendo nervioso –Podemos hacerlo en diez días.
– ¿Cuánto costará?
– Quinientos dólares para comenzar el trabajo y otros quinientos al entregarlo.
Le impresionó la seguridad de la joven; no posaba de simpática pero transmitía cordialidad; arreglaron los detalles. Los días pasaron con nerviosismo; le parecía que en cualquier momento lo llamarían para decirle que todo se cancelaba. En la fecha y hora convenida volvió. Lo atendió la joven, en cuyos ojos le pareció ver un brillo de alegría.
– Sírvase –le dijo, poniendo en sus manos la caja con el DVD. Todo está como lo pidió, no guardamos copia y borramos los archivos. Entregó cinco billetes por el saldo.
– Muchas gracias.
– A usted, señor.
Subió al auto y esperó que su corazón dejara de parecerse a un motor descontrolado. Puso las manos y la frente sobre el volante y el DVD en uno de los bolsillos del saco. Ya estaba oscureciendo. Espero no tener un accidente, sería una injusticia– pensó y aminoró la marcha. Cuando estaba lejos del centro comenzó a llover; por la zona de chalets y pinos vio a un hombre y una mujer que hacían señas en una parada de ómnibus. Se detuvo y bajó el vidrio del lado del acompañante.
– ¿Podemos subir? –el sombrero del hombre apenas dejaba ver la parte inferior del rostro.
– Sí, claro –pese al ruido de las gotas sobre el techo del auto le pareció reconocer la voz; por el espejo retrovisor observó como se sentaban.
– ¿Puede estacionar junto al camino, por favor?– pidió ella.
El hombre le ofreció un cigarrillo y prendió uno para él. A la luz de la llama pudo ver su rostro e inmediatamente miró a la joven que se secaba la cara con un pañuelo.
– ¿Es una broma, no? ¿Una propaganda? – preguntó.
– ¿No lo puede creer, verdad?– preguntó el hombre, con su inconfundible acento nasal mientras bajaba la ventanilla para que saliera el humo –Sólo le pedimos ese disco.
A la luz de los relámpagos pudo ver mejor a la hermosa joven, cuyos labios temblaban y a la vez esbozaban una sonrisa.
– ¡Por favor! Aunque debimos separarnos… nos hemos amado… desde el primer encuentro en París. ¿Qué hubiera pasado si tomábamos el avión juntos? ¿Seguiríamos… ?– las lágrimas bajaron por su rostro y él le alcanzó un pañuelo –Gracias, es muy gentil.
Sacó del bolsillo el estuche con el DVD y lo puso en sus manos.
– Gracias –repitió, terminando de secar sus lágrimas y devolviendo el pañuelo.
El hombre palmeó su espalda como si fueran viejos amigos y dijo:
– Vamos, nena.
Bajaron los dos y caminaron hasta el refugio, bajo las últimas gotas. En el auto aún se sentía el olor del cigarrillo de Rick y en el pañuelo el perfume de Ilsa. Encendió el motor. Mientras aceleraba miró por el espejo retrovisor: las siluetas grises ya no estaban. La lluvia había cesado y la luna tomaba el lugar de los relámpagos.
Juan Carlos Ferreira
(Salto, 1951), arquitecto y docente. Fue profesor de Cultura Artística en el Instituto de Formación Docente y es Profesor de Expresión Gráfica y Teoría de la Arquitectura en la Facultad de Arquitectura. Estudioso del Cine y su historia. Ha publicado varios textos en el semanario Sol y Luna.