Pablo, después de mucho tiempo, decidió regresar a su ciudad y aprovechó el cumpleaños de Carlos, su único hermano, para hacerlo.
La cuadra en la que estaba su casa le evocó muchos momentos. Levantó su valija y cruzó la calle aún con el semáforo en rojo, un auto le tocó bocina. Inmediatamente se percató de que el ombú, que antes se encontraba en la esquina, y que en su adolescencia le había servido de escondite para fumar junto a su hermano, ya no estaba. La ciudad no era la misma, el árbol molestaba el tránsito y lo volverían a cortar si este creciera nuevamente.
No se resistió a tocar el paredón del garaje de la esquina, era su costumbre de niño, lo hacía cada vez que pasaba por él, ya sea caminando o corriendo. Recordar que ya no tenía ocho años hizo que dejara de hacer aquello que tanto placer le causaba.
En frente, estaba intacta la casa de Tere, su primera novia. Incluso las palomas que anidaban en los muchos jacarandá que había en la cuadra, parecían las mismas, aquellas que hacían que su padre le repitiera constantemente “Pablo, podés romper un vidrio, que no se te ocurra tirarles piedras”. El viento frío del invierno hizo caer las flores y aumentar la alfombra celeste. Era el mismo paisaje que rodeaba a su madre hacía veinte años cuando quedó parada en la vereda asimilando que su esposo, el padre de sus hijos, se había ido. Pablo pensó en su padre, también era su cumpleaños.
Enseguida este recuerdo fue sustituido por un arrebato de alegría, creyó ver a su hermano parado en la esquina. Pero le sorprendió el hecho de que tenía muchas canas, entonces se detuvo a buscar sus lentes y no los encontró, creyó haberlos olvidado en la Terminal y pensó en regresar, pero no lo hizo. Unos metros más cerca de aquella persona lo ayudaron a ver que no era Carlos sino su padre que no veía desde aquella despedida.
El padre había estado viendo todos sus movimientos desde que la bocina llamó su atención cuando se disponía a encender un cigarrillo. No podía confundir la forma de caminar de su hijo, sus gestos, la irresistible manía de tocar el paredón. También recordaba cosas: lo inquieto que era Pablo, los chismes que traía Carlos, tarareó la canción que este cantaba cuando su entonces esposa barría las flores que caían del jacarandá, y fue inevitable pensar en la pasión que lo alejó de esa vida. También preparaba lo que le iba a decir a su hijo: hablarle de su madre difunta, o quizás empezar a recodar cosas de la infancia, preguntarle por Carlos, o hablar de lo que fue de sus vidas, o mejor pedir perdón, todo.
Estaba muy nervioso desde el momento que vio que Pablo se detuvo y miró hacia atrás como para regresar, pensó que podía ser para evitar su encuentro y entonces sintió miedo.
Cuando estuvieron frente a frente, el miedo se convirtió en pavor, sin saber lo que iba a decir primero, tomó aire para comenzar a hablar, pero se quedó inmóvil. Hubo un silencio que parecía eterno, un reconocimiento de rostros, de miradas. Pablo se adelantó y dijo: “Feliz cumpleaños, papá”.
Roberto Machado 06/06/11