Taller Horacio Quiroga

CINCO SEGUNDOS

Al entrar al restaurante ambos, que unos pasos antes de la puerta giratoria llevaban las manos aferradas, las soltaron y sonrieron nerviosos buscando la mesa reservada para dos desde la mañana. Estaba ubicada junto a una baranda que separaba una olvidada pista de baile del comedor, entre dos pilares con helechos. Sobre el mantel verde agua estaban los platos de cerámica, los cubiertos de acero inoxidable, dos copas, la manteca y una canasta con galletas al agua y dos panes pequeños, tenía la mesa además, una vela encendida.

Saludaron al mozo y se sentaron sin dejar de observar a los demás comensales a su alrededor.

Festejar fuera de casa veinte años de casados, a pesar de ser algo poco común para ellos, (su promedio era de una vez por mes a la pizzería –siempre que no la encargaran-), no era precisamente salir de lo convencional, (el lugar quedaba frente a la pizzería y desde la mesa, haciendo un esfuerzo, se podía ver la misma calle), era un típico lugar para gente como ellos, de clase media y sin más fronteras que el tubo del televisor.

Allí estaban. Frente a frente, incómodos, actuando como les parecía que tendrían que actuar en un lugar como ese, en una noche así.

Tomaron la acotada carta y rieron nerviosos al ver los números. Primero los miraron y luego leyeron el texto que los acompañaba. Decidieron pedir una jarra del vino de la casa y hacer un poco de tiempo mientras se decidían. Fue allí, que con un leve chistido y una seña con la cabeza, llamaron al mozo que estaba en la barra a unos diez metros de la mesa, a unos cinco segundos a paso moderado.

Cuando éste se decidió a salir con la libreta y lapicera en mano, ellos se miraron con ansiedad, pero sus ojos se fueron cansando y sin dejar de mirarse, ambos se recorrieron en los ojos del otro como si tuvieran a su frente un espejo rajado. Ella lo miró dejando caer los labios en las comisuras, observó su pelo rapado tratando de disimular la calvicie, su prótesis dental, su bolsillo de la camisa con las gotas de la nariz. Él la miró con la decepción lógica de quién tan sólo tiene ojos para las muchachas de veinte años, le destinó una mirada lenta y transparente, no escondió nada, no escondió su nostalgia por aquella papada firme, por los pómulos tostados y salientes, por el pelo natural y castaño que ahora no veía.

Ella se sintió como un objeto más de aquel lugar, ocupando una silla en la que su marido, seguramente, quisiera que ocupara otra. Escurrió lo poco que le quedaba de amor propio cuando pensó en su cuerpo, abandonado, flojo, necesitado de nicotina y pastillas para dormir. Sintió como una lágrima intentaba subir hasta sus ojos pero logró controlarla y detenerla, no era momento de hacer escenas.

Él se preguntó qué la ataba al matrimonio, que capricho de la vida la había llevado y la llevaba a tolerar a aquel cuerpo que no la deseaba, que cumplía, que era incapaz de dejar el sillón en las tardes frente a la televisión y que le agregaba, año a año, agujeros al cinturón.

Ella suspiró sin dejar de mirarlo. Él resopló y desvió la mirada hacia el plato. Ella recordó el primer beso. Él la recordó desnuda antes de los hijos. Ella pensó en los hijos. Él en los pocos años para jubilarse y en el otoño en su patio.

Se volvieron a mirar y estiraron las manos hasta tocarse.

Llegó el mozo a los cinco segundos de haber salido de la barra y ambos, con una sonrisa cómplice, encargaron el plato del día.

 

LAS COSAS EN SU LUGAR

Desde aquella tarde de garúa y viento de invierno, cuando los ecos de la voz del dueño se callaron para siempre, un silencio denso se adueñó con descaro de cada rincón de la casa.

La ausencia del bastón, el paraguas y la gabardina en el vestidor junto a la puerta vidriada acentuaba la soledad de la casa después de las visitas obligadas de la primera semana. Aquellos pasos, (los de la mujer de la inmobiliaria con dos o tres clientes, los de los electricistas y los del pintor que se encargó de blanquear la cocina y el baño), diferentes, indiferentes, pisaron las suaves tablas de pino después del funeral. Luego todo volvió a una quietud que sólo se había sentido alguna vez en las noches o en las siestas.

Pasaron más días. Una fina película de partículas de polvo comenzó a cubrir los muebles. El resplandor de la claraboya del patio que atravesaba una pequeña ventana sobre la puerta del comedor, ya no brillaba sobre la mesa. Después de muchos años, los muebles, (algunos por primera vez), comenzaron a sentir los primeros síntomas de aquel repentino aislamiento. El diario que cada mañana se abría en la cabecera de la mesa ya no estaba, la radio con las noticias al mediodía tampoco y el silencio, a pesar del silencio, se mezclaba con el temblor de los autobuses de la calle, con el olor a encierro, con la brisa que se escurría debajo de las puertas y el trajinar de los insectos que lentamente se adueñaban del lugar, y así se formaban otra cosa, otro sonido diferente, pesado y pegajoso, que forzadamente tuvieron que escuchar.

La mesa, la más antigua de la casa, fue la que mejor manejó y toleró el nuevo escenario planteado, salvo la vez en que casi perdió el control, cuando la mujer de la inmobiliaria habló con liviandad del antiguo habitante, allí se la vio encrespar el lomo como una perra enfurecida, pero la situación no pasó a mayores.

El peor momento era cuando caía la tarde. En ese instante todos recordaban al dueño, cuando al solemne piano de cola negra, le levantaba la tapa e inundaba la casa de música. Todos, todavía, sentían pena y una sana envidia por el piano y su pasada relación con el hombre que iba más allá de una amistad. Pero todos compartían su dolor, porque a pesar de su figura imponente y señorial, era el único en la casa que parecía haber quedado sin alma.

Dos semanas o tres después del absoluto silencio y del aislamiento más profundo los estados de ánimo se entreveraron. Los que se podían ver, intercambiaban miradas de desconcierto. Otros, por aburrimiento, dejaron de mirarse, cansados de tanta pasividad. La noche ayudaba a no verse, ya nadie encendía la luz.

Apenas recordaban la rutina, cálida y esperada del antiguo dueño. Vago era el eco de las amistades que éste llevaba los viernes a la noche, cuando todos disfrutaban al ver girar el viejo toca discos y oír la risa de los vasos al cambiar de lugar dejando su contorno circular sobre las mesas. Esas noches eran una fiesta. Se emborrachaban a la par de las visitas y sentían, después de trasnochar, el cansancio y la resaca de la mañana. Pero no había un amanecer más feliz que ese, en el que todos aparecían en cualquier sitio y se encontraban, las sillas formaban ruedas, los ceniceros llenos hacían equilibrio en las cornisas, los libros quedaban abiertos en el sillón y los discos, despertaban tirados sobre la mesa o la alfombra.

Pero llegó un día, cuando la resignación aplastaba los recuerdos y todos parecían cadáveres o piezas de museo, en que entró aquel muchacho con el bolso, caminó hacia el centro del comedor y se detuvo entre la mesa y el sillón que definía el estar. Cuando apoyó su bolso en el suelo, los que estaban más cerca prestaron atención. Una voz imperceptible viajó como viento fresco por la casa a pesar del aire agobiante y el entumecimiento. Las persianas se subieron y las ventanas, después de largos meses, otra vez se abrieron. Así fue el día en que la casa volvió a vivir, cuando la luz y la brisa tibia del verano penetraron con desespero y le devolvieron el alma al solitario piano que, en un gesto medido y solemne, levantó su tapa para dejar fugar una larga y sentida nota.

 

Carlos Magnone

Nació en Montevideo en 1974. Vive en Salto desde 1982. Es Ayudante de Ingeniero. Publicó el libro de cuentos Tranquilas miserias (Ediciones Aldebarán, Salto, 2004).

       
 

 

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