Muy otro era, por cierto, el perfil sur extremo de nuestra capital, a partir de aquí mismo, desde esta punta afilada que es la escollera Sarandí, hasta la calle Jackson, en las puertas del hoy Parque Rodó. Muy otra la topografía lugareña que se desliza ahora, alargada y plana como una bandeja, para servirnos la hermosura del paisaje costero. Y muy otro, por cierto, el paisaje mismo, que no conocieron los que son mozos hoy.
Esta línea, que viborea arrogante conteniendo al río, donde éste se reclina y contra la que, a veces, se enardece también “como si fuera un mar”, fue por su parte, el itinerario preciso por donde vino, en un día lejano, aquel portuguesito simpático de la expedición de Magallanes para ponernos el nombre que habríamos de llevar para siempre.
¡Quién imagina lo que sería entonces, esto!
Pero, con exactitud, sabemos lo que fue siglos después, hasta hace apenas unos pocos años. Franja inaccesible de la ciudad, desde cerca de la cual ni siquiera se veía el río, menudeaban en ella, entre chatas guaridas hostiles, cuando no entre las mismas rocas, maleantes fugitivos, bichicomes auténticos, seres totalmente vencidos por la miseria, en fin, sobrellevando en el abrupto medio, lo que quedaba aún en ellos de humanidad.
¿Quién se acercaba hasta allí? Apenas si, a la altura de Andes o Convención, existía un parapeto por donde era posible asomarse...
Un poco más arriba de ese cerco que promovía el recelo ciudadano, se extendía la zona, pintoresca y sórdida del “Bajo”, poblada de lenocinios y boliches abigarrados y sombríos, en cuyos callejones nocturnos -Brecha, Camacuá y Recinto-, sonaban a menudo guitarras y bandoneones, o salían a relucir cuchillos, para dar permanente actividad a la comisaría seccional, que estaba en Reconquista o al Hospital Maciel, próximo como siempre.
El farol clásico, la “bombita” macilente, más que delatar, encubría las alternativas delictuosas o las simples bravuconadas de unos y otros, que nutrirían con prodigalidad, luego, la crónica consiguiente del periódico.
Más afuera ya, se extendía como hoy, el barrio Palermo, entonces, en algunos aspectos, como una especie de prolongación sicológica evolucionada... Isla de Flores, Cebollatí, Ejido abajo. También allí “se peleaba por una mujer”, cifrándose en la altivez dudosa el timbre de honor.
¡Quién, además, entre la muchachada que no fuera del lugar, osaba aparecer por el empedrado de sus calles al anochecer! Se le interceptaba al paso, se le pedía explicaciones y a menudo aquello no terminaba bien. La calle, luego, continuaba en silencio...
El “barrio” tenía, sin duda, otras líneas sentimentales que suavizaban su perfil bravío; y era que el hermetismo localista contenía en el fondo un amor acendrado a todo lo que fuera de allí, las cosas y los seres.
Sobre el friso, sonoro y nostálgico, de los tamboriles negreros emergiendo de sus conventillos, Palermo inclina hoy como ayer, su perfil personal, fuerte, abigarrado, melancólico, sobre la vida múltiple de la ciudad.
Siguiendo hacia Médanos y Vázquez, se asomaba la Playa Santa Ana, de arisca fisonomía natural; y allá por Gaboto y Yaro, la Playa Patricios, cortada por la misma tijera.
Así, nos acercamos a Ramírez.
La transformación de la franja costera mencionada, que tiene una longitud de cuatro kilómetros desde Sarandí hasta Jackson, ocupó el pensamiento de algún hombre importante de la época. Hubo varios proyectos de corte o intención urbanísticos; pero fueron sin mucha preocupación desechados o porque eran irrealizables totalmente o porque eran defectuosos, no llenando el propósito perseguido o porque un escepticismo ambiental somnoliento, predisponía a no hacer nada.
Así fue como el ingeniero don Juan P. Fabini, que había pasado a integrar el Consejo Departamental de Montevideo junto con un distinguido núcleo de ciudadanos concibió la “idea suya”. Digamos que la reforma a la Constitución del 30 dio a los consejos departamentales autonomía financiera y ejecutiva, porque en realidad, ello fue lo que hizo posible la obra de que estamos tratando. ¡Ello fue! ¿Y la tenacidad de Fabini? ¿Y su fe en la empresa? ¿Y su indeclinable actividad? ¿Y su competencia profesional? ¿Y su responsabilidad de gobernante?
Bueno, lo primero que puso en movimiento al ingeniero Fabini fue la sagacidad. Así nomás no se podrían vencer las resistencias, crear el ambiente propicio. ¡Cómo se iba a hablar de una obra que costaría millones de pesos! Algunos urbanistas de la época, incluso, la consideraban “suntuaria”.
El ingeniero Fabini empezó planteando la necesidad de levantar, detrás del Cementerio Central, un muro de contención, por los trastornos que ocasionaba la ceniza de los residuos que se cremaban en los hornos por allí existentes; ceniza que a menudo desparramaba y hasta llevaba el río; ceniza que podía servir, también, para terraplenes...
Consiguió, al fin, que el muro necesario se hiciera, por administración.
Y se construyó en una extensión de setecientos metros.
¡La obra de la Rambla Sur, estaba iniciada!
Era allá por el año veintidós.
Luego, ya la idea en marcha, creada más tarde la Comisión Financiera de la Rambla Sur, que entró después en funciones, tuvo desde un principio, el importante, concreto y complejo cometido de co-dirección que se comprenderá relacionado con licitaciones, trazados de urbanismo, expropiaciones de inmuebles, muros submarinos, terraplenes, rectificaciones, todo lo que la costa podía oponer y la obra necesitar. La fábrica para la construcción de bloques de cemento, fue instalada a la altura de la calle Minas donde había, además, una famosa grúa que levantaba cualquier cosa...
El muro, parte fundamental de la rambla, fue realizándose luego desde Sarandí y conectado al tramo inicial. Ya existente, se llevó hasta Jackson, completando sus cuatro kilómetros. Se procedió a la nivelación topográfica. Los extraños pobladores de la costa fueron desalojados... El último en quedar, según se consigna y que se resistía a marchar, fue uno apodado “El Catalán”. Solamente dio por terminada la batalla contra “los usurpadores”, cuando el terraplén mismo barrió su mísera covacha, sepultándola para siempre. Se rellenaron también, ganándose al río, las recordadas playas de Santa Ana y Patricios, con una superficie total, oscilante en los 180 mil metros cuadrados, lo que dio a la costa en ese paraje, una línea de armonía con el conjunto.
Las expropiaciones de los edificios afectados a la gran vía que sería la Rambla Sur, supuso en algunos casos dificultades y a veces planteó problemas. En realidad, los propietarios “salieron bien” todos o en su gran mayoría, ya que se trataba de edificios antiguos emplazados en la zona primitiva de la ciudad, deteriorados, muchos de ellos o simplemente desvalorizados. En cuanto a los inquilinos, conminados a hacerlo, pasaron a ocupar otros mejores o en otro caso, iguales. Así, reminiscencias arquitectónicas de la “colonia”, de fuerte carácter plástico algunos, pero ya inadecuados; otros, la mayoría, del lapso que abarca la segunda mitad del siglo pasado; ventanas con rejas, patios cuadrados de piedra con aljibe en el centro; escaleras oscuras en caracol, que llevan al segundo piso; portales de piedra...todo fue marchando, llevándose consigo secretos, dolores, ilusiones, la vida misma que pasa ¡cuántas cosas!
Desaparecía una parte característica de la ciudad, a veces sórdida, abigarrada, triste o complaciente; insana, insomne, inicua en tramos; con rasgos despreocupados o sedentarios o ingenua alegría pobre en los conventillos, en una rara amalgama de vida múltiple, pujante y dolorosa.
Ramón Collazo y Víctor Soliño, habían de ser los intérpretes del trance emocional de la barriada; y así un día de fines de febrero del 30, la trouppe “Oxford”, también lugareña, cantó ante cinco mil personas, el tango de despedida al Barrio:
“Barrio Sur, viejo barrio querido,
que te van arrancando a pedazos...”
“... en la calle ruinosa y desierta
sopla un viento de desolación.”
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“Viejo Barrio que te vas
te doy mi último adiós,
ya no te veré más”
Desaparecía, sí. Pero desaparecía con él, esa franja montevideana, reducto, en parte de miseria o vergüenza; desaparecía la costa escarpada que caía sesgada hacia el río; desaparecía la arquitectura melancólica de sus callejones oscuros, a cuyos zaguanes con vidrios de colores, golpeaba la lascivia en incesante trajín; desaparecía... ¿qué más? Desaparecía una época, una tradición “de pañuelo y chambergo ladiado”; desaparecían cosas hermosas de recordar, que pertenecían a la despreocupada mocedad, a la ilusión sin trabas, y algo más, indudablemente.
Pero desaparecía, para abrir paso al progreso de la ciudad, moderna, clara y limpia, que la visión de un estadista realizador y tenaz, había previsto.
En los trabajos de dirección de la Rambla, colaboraron indudablemente muchas personas, técnicos o no, en conexión con el múltiple engranaje que ello supone; trabajaron muchos obreros como en una orquesta.
Pero hubo un hombre que acarició la idea desde un principio: que la tuvo como una obsesión en la soledad, y no se dio descanso hasta que la obra concebida estuvo terminada: fue el ingeniero Juan P. Fabini.
La Rambla Sur costó 16 millones de pesos, entre expropiaciones y obras. La suma, vista ahora con la debida perspectiva del tiempo, debe ser considerada muy favorable.
Esta obra, que no es exagerado calificar de grandiosa, saneó, como se ha visto, la zona sur de la ciudad; puso las dimensiones debidas en la franja costera; conformó la belleza del paisaje creando un paseo inmediato; dio una solución al apretado tránsito de vehículos automotrices de la “ciudad vieja”, y valorizó las propiedades adyacentes, haciendo posible el tipo de edificios, que ahora le hacen una guardia casi espectacular.