ALONDRA

 

Pasaba mis días con los ojos por el cielo, ese cielo más cerca de mí que de los que continúan dedicando su vida al presente. Parecía otra existencia aquella cuando podía reunirme con muchachas de mi edad y caminar o comentar juntas los últimos cantos y aventuras de Bernart. No bajo ahora al aposento de las mujeres, ni mucho menos traspongo la puerta de los jardines, o el puente hacia los ondulados caminos donde trabajan en las plantaciones los vasallos.

Me llega de mi padre lo necesario en vituallas, así como el entretenimiento de las dos juglaresas que recitan y cantan todas las tardes, puntualmente, a la hora de la merienda. Mi padre ya decidió mi matrimonio y quiere sentirse tranquilo. Me reservó, acondicionada especialmente, la torre del homenaje. Debo vivir sin conversaciones inconvenientes. Mi marido es rey, viudo dos veces. Debo estar contenta y de verdad no veo ningún lugar mejor que este matrimonio, para instalarme con la aprobación de la corte, en el campo de nadie de mi futuro. En un día que ya no está lejano, antes de los torneos que celebrarán la boda, conoceré a mi marido que vendrá con el anillo.

Las juglaresas de mi padre parecen muy jóvenes; fueron esclavas traídas desde lejos y que, entre nosotros, recuperaron su libertad mediante el canto. Será porque los artistas pertenecen nada más que al reino de sus amores.

Los desconocidos lugares conquistados por mi padre no existirían sin nuestros donativos. Los hombres habitantes de esas tierras deben cuidarnos para que les llegue, rozagante como un muchacho, el río que cruza tan ufano por el castillo. Debo sentirme -siempre es cuestión de deber- contenta como las jóvenes que viven afuera de las murallas y pueden bañarse libremente en el río.

Las juglaresas cantan cosas que parecen nada más que del viento, pero desde que estoy aquí arriba puse toda mi vida en el oído para escucharlas. Cultivan el Trobar leu y más de una vez me recordaron a Beatriz de Día:

...le entrego mi corazón, mi amor,

mi juicio, mis ojos y mi vida.

Visten ropas en las que todos los colores parece que se pelearan por mostrarse. Y llevan unos sombreros que resulta difícil mirar porque tienen figuras que no se relacionan con las conocidas. Siempre una de ellas, Rafaela o Mercedes, cuando está cercano el momento de despedirse, canta casi escapándose de nuestra lengua -digna de las aves del paraíso- algo con tantas palabras nunca oídas, que es imposible disfrutar más que del sonido.

Ayer les pedí que repitieran ese canto y que lo dijeran varias veces, sin detenerse. Lo cantaron entonces las dos y quedaron envueltas en un reflejo extraño de sol que las impulsó más allá del alcance de mi brazo. Parecían disfrutar con los ojos de lo que cantaban. Un trovador que nombraban Darnauchans, se asomaba entre sus palabras, y era el caso mágico que en su canto él nos recordaba, aunque nunca nos había visitado, ni sabía yo si ese reino suyo, Uruguay, no era imaginario. Terminaban y empezaban nuevamente. El canto era irresistible de tan hermoso.

El sol traía la ansiedad de beberse el jugo de todas las frutas; volvía pesado el vestido y me obligaba a guarecerme en los parasoles. Podía subirme un poco el ruedo y las mangas, no mucho, porque el resplandor quemaba y debía estar enteramente blanca, desde la cara a las manos, ahora que iba a tener marido.

El cuadrante solar se yergue sobre la esquina nordeste de la torre, como vigía de la resolución de mi padre. Mi deber es contemplarlo y marcar en colores mis días de santa purificación. Me viene la sensación de que en el cuadrante el tiempo da vueltas y sale despedido hacia adelante.

Y hoy, reclinada, sin saber donde poner los pensamientos que parece que se ordenan con el ritmo del canto de Rafaela y Mercedes, sentí un quejido sordo, débil, pero con tal exigencia en su sonido contenido, que me acerqué con pasos rápidos al almenaje. A lo lejos terminaban las plantaciones que recorríamos a caballo con mis doncellas, admiradas del trigo y de las viñas; más allá, los rincones secretos de la arboleda del río. Cuando dirigí los ojos hacia abajo, percibí un piso, o nube de alondras. Estaban quietas, con las alas duras, y más que descubrir, había que imaginar si realizaban algún movimiento. Sentí que asistía al instante en que acumulaban energía para lanzarse sobre los árboles, o matarse entre ellas. Se estaría por descolgar un aluvión de alondras. El sol les prestaba un color rojizo. Eran y no eran alondras. Tenían cabeza más grande que un pájaro y acumulaban canto en ese atoldado silencio de plumas. La mirada de toda la bandada parecía atada allá abajo. Pensé, ¿cómo, si están tan agresivas, gritan con tanta tristeza? Y percibí el quejido otra vez, mucho más tenue y cercano. Me incliné y descubrí un pájaro solo, de plumaje gris, con el pico abierto, los ojos aterrados, mojado como si lo hubiera sorprendido la lluvia en pleno vuelo, que se acurrucaba en el capitel adosado al muro exterior del castillo. No puedo sino interpretar que el pájaro sudaba de miedo al contemplar la formación de alondras con la agresividad en los picos, las alas, el silencio y la quietud. El pájaro gris estaba casi al alcance de mi mano y a su terror se agregaba ahora la incertidumbre de que lo empujara al espacio de alondras. Nos miramos. Pienso que para ese pájaro el tiempo en que me mantenía la mirada tiene que haber sido eterno, como mis horas en la torre. Las alondras en nube dominaban al ser vivo que se propusieran. Me sentí adentro de las plumas mojadas del pájaro gris. Me retiré caminando hacia atrás. El sol tiraba mi sombra hacia adelante. Ya faltaba poco para que vinieran con el laúd y la bandurria y, como lo hicieron ayer, levantaran con ese canto la tela virgen de un tapiz donde se podía bordar un nombre de gentilhombre, y contemplar cómo se levantaba su presencia entre las letras. Hasta casi se podía sentir su voz varonil.

El sol tomó de pronto un color rojizo, de boca enormemente abierta. No quemaba, sino mareaba. Me saqué las ropas una por una, dejándolas formando una figura sobre el reclinatorio para que se pudieran transformar en las ropas dejadas por una joven que salió a correr desnuda por la orilla del río. Quedé como cuando entraba al baño de sales y perfumes. Algo curiosamente extraño era mi cuerpo desnudo bajo el sol. Apareció por el aire el canto de las juglaresas.

Me daba cuenta que siempre había deseado estar así. Cerrando los ojos sentía que el sol quemaba desde adentro y que los colores de las alondras giraban en mis párpados cerrados. Algunas imprecisas imágenes de mis hermanas se recompusieron no sé de dónde, inexplicablemente, porque desde que se habían casado no las había vuelto a ver y tampoco en las reuniones de la familia se las nombraba.

Cuando vengan Rafaela y Mercedes encontrarán mis vestidos ordenados y no podrán perder un momento, tendrán que dejar los instrumentos de música y rodar con la noticia por las escaleras. Les deberá acompañar la suerte para que no las señalen como culpables. Pero a nadie que las someta a un interrogatorio se le ocurrirá hacerlas repetir el canto del reino lejano, con muchachos en el medio de los colores magníficos. Caminé hasta las almenas y me subí. Puse los brazos como las alas de las alondras y me largué. Quedaría un momento como ellas, flotando

 


 

EL CASAMIENTO

 

Su belleza siempre me había dado miedo. Aquella piel transparente se me imponía como una completamente distinta a los cuerpos opacos que se veían y tocaban en el barrio. Una piel de pétalo que no volveré a ver. Y los ojos de agua que se iban hacia adentro como si contuvieran el cielo. Fueron pocas las veces que estuve a dos pasos de ella y menos las que me animé a decirle alguna palabra. Pero los compañeros de su clase y la mía, siempre sospecharon que entre nosotros había algo. Naturalmente yo alentaba esa idea, salpicando malentendidos. Martha le daba brillo al naciente prestigio que empezaba a tener mi biografía amorosa. Me favorecía que no se le conocía novio porque, como si fuera feísima, todos se alejaban de su lado. ¡Había que atracarse! Muy a escondidas espiaba su cuerpo y me lo imaginaba con un sentimiento de culpa inexplicable. Parecía que cometía una traición a sus ojos, porque cuando ellos miraban hacían olvidar que existían los cuerpos.

Un día, sin anuncios ni explicaciones, se fue de la ciudad. Y Martha pasó a ser un nombre que cada tanto los compañeros pronunciaban para buscarme la boca. Algo de aquellas sospechas debe haber crecido con vida propia y no faltará alguno que seguirá jurando que entre nosotros -¡qué increíble decir nosotros!- hubo algo.

Pasaron los años. Los suficientes para que ya nada me la recordara. Mi vida se alejó de todo lo que había sido su etapa liceal. La herrería heredada, en la que me había iniciado cuando iba a la escuela, me apretó con tenazas al barrio, a la cantina del club, a las pesquerías. No supe lo que era tener patrón porque mi padre nunca quiso imponerme este trabajo y tampoco tuve empleado, así que simplemente golpeaba los fierros con buena libertad de horario. Me daba tiempo para recorrer boliches y matarme cuanta gurisa empezaba a levantar la cola. Pero ninguna era como Martha. Anduve por el barrio sin escándalo y si alguien declarara en mi contra no tendría ningún apoyo, porque siempre fui un vecino solidario. Eso sí, como me gustaban las menores de veinte cada vez me iban quedando más lejos. Persiguiéndolas corrí algunos episodios que nadie creería, pero que prueban que en asunto de amores, los caprichos de las que salen de su cumpleaños de quince, tienen el primer lugar.

Desde hace unos meses alentaba la idea de retirarme de la herrería. Pensar que podía haberlo hecho. No tenía a nadie a quien mantener y algunos pesos en el banco me darían para ir tirando junto con la jubilación. Los años me habían ido matando las ilusiones y no tenía ninguna otra aspiración.

¿Amigos? Pocos. Yo estaba y no estaba con los del barrio. Mis compañeros del liceo se habían recibido de médicos y abogados. Los dejé de ver cuando se fueron a estudiar a Montevideo.

Hace exactamente dos semanas, un compañero de cuarto año de liceo me invitó al casamiento de su hijo, quizás para quedar bien con su conciencia porque en segundo de preparatorios lo había ayudado a preparar los exámenes y cuando se hizo la casa no le cobré la reja del frente. El problema empezó por la ropa. Traje, te lo debo, si no tenía que usarlo nunca. Así que tuve que comprarme uno. Y camisa blanca y corbata. Fui dándome cuenta en el espejo grande de la tienda de mi espalda doblada, de mis venas saltadas, del pelo blanco de mi pecho, de mi barriga caída, de mi cabeza pelada. Esa figura de cuerpo completo en el espejo, no me abandonó en los días siguientes. Y me comparé con los de mi edad que seguía viendo y me parecían los mismos de hace cuarenta años.

A mi compañero, que era uno de los que siempre embromaban con mi noviazgo con Martha, no se le ocurrió decirme que ella vendría. Quizás porque ya nadie me vinculaba a una señora de la capital, seguramente esposa distinguida de algún potentado, que había vivido apenas un año entre nosotros. Por suerte, porque hubiera pasado quince días recordando los años que me perseguía en mis sueños.

La noche de la fiesta me encontré con la incomodidad que me temía y era que no sabía dónde acomodar mi cuerpo. Al final me senté en una mesa adonde fuimos a dar los pocos que habíamos ido sin pareja. Estaba apurando alegremente los whiskys cuando la vi. Martha venía hacia donde yo estaba. Me puse de pie. Me había conocido y venía a saludarme. Venía destellante, con colores que la destacaban de todas las demás figuras bamboleantes. Con sus ojos abriendo el aire. Quedé parado en esa eternidad de su acercamiento. Debo haber dejado caer los brazos, debo haber quedado con la cara embobada. Y entonces ella cruzó a mi lado como siempre lo había hecho, como si no me viera. No atiné a darme vuelta. Confiaba que se daría cuenta que era yo y volvería. Pero pasó ese segundo interminable y nada. Volví a la mesa donde felizmente estaba el vaso bien lleno.

Mis ojos no podían orientarse hacia otro lado que no fuera el que se había tragado a Martha. Quería saludarla aunque tuviera que forzar el encuentro. Allí estaba, en la mesa más ruidosa; era el centro de un grupo de muchachas y muchachos que giraban a su alrededor. Quedé como siempre, con los ojos prendidos en ella. Pero cuando la comparé con los muchachos que la rodeaban, comprendí que no era. Quien saltaba y cantaba no podía ser otra que su hija. Yo tenía un grado de bobera increíble.

Volví a mi mesa y no hablé más con esos recién conocidos enchalecados como pingüinos. Cuando quise acordar estaba el salón medio vacío y en mi mesa no había nadie. Fui dando pasos como pude buscando la salida. En la mesa de al lado de la que tenía la torta y donde había estado toda la noche la pareja homenajeada, había una mujer sola, cabizbaja, que me pareció familiar. Era de formas borradas por la gordura. Por debajo de la mesa vi que se había sacado un zapato. Pasé cerca de ella y le reconocí los ojos. Era Martha. Con una papada de loro. Se sonrió, quizás recordando mis estúpidos años de adoración. Por eso me detuve a pocos metros y la miré desfachatadamente, como nunca lo había hecho. No había nada en ella que hubiera resistido al tiempo. Y yo que por ella había pasado mintiendo a los compañeros, que por ella había tenido en menos a las muchachas que me aceptaban y que en infinitas noches de soledad reconocía que solamente con ella me hubiera casado.

Me fui y esperé que saliera de la fiesta en la vereda de enfrente. Los árboles, los autos y los sonidos giraban sobre sí mismos en la claridad enfermiza del amanecer. Salió sola y caminó atendiendo a la cartera de donde sacó algo que apretó en el puño. Caminaba dificultosamente, como borracha, o como vieja. Vieja borracha, con una cara de tierra seca y una sonrisa de tajo mal hecho. Me abalancé cuando fue a abrir la puerta del auto. Me reconoció. Pero no había tiempo para palabras. La abracé y le hundí de abajo hacia arriba una sola, larga y disfrutada puñalada. Los dos de pie, ella mirando hacia arriba y yo devorando el azul profundo de su cielo.

       
 

 

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