Varios

EL CONDE Y SUS CANTOS COMO ALARIDOS

 

Por Leonardo Garet

Arrojado del Paraíso y proclamando su Maldoror, “Mal d'Aurore”, “Mal de la aurora”, el Conde de Lautréamont [1] marcó con su delirio controlado, con su sensatez alucinada, un punto de inflexión en la poesía. Ya nada volvería a ser normal -al menos en las regiones adonde alcanzan el español y el francés- porque fue como si aquel apócrifo noble, el “marqués” de Sade, comenzara a escribir poesía para enturbiar las noches.

Dentro de las muchas complejidades de Los Cantos de Maldoror, [2] una de las planteadas en forma más deliberada es la que se desprende de la relación del autor con el lector, relación tensa que sobreentiende cercanía a la vez que el poder decisorio de la obra. Insultarlo y destruirlo, porque es “el otro”, o el yo en la vereda de enfrente.

Lautréamont, autor culto, confía en la literatura, o sea, en la posibilidad de incidir en los lectores. A diferencia de su cercano predecesor, Charles Baudelaire, para quien en Epígrafe para un libro condenado, existe "el hombre de bien ingenuo y sano", Lautréamont proclama la omnipresencia del mal. A lo sumo habrá "almas tímidas", a quienes aconseja dejar la lectura, con similar orgullo a "tira este libro saturniano que es orgiástico y melancólico", que dijo el que pensó sus flores en el mal.

La obra de Lautréamont es amarga -"ciénagas desoladas de estas páginas sombrías y rebosantes de veneno"- pero puede permitir el hallazgo del camino propio a lectores ya predispuestos, "tan feroz como lo que lee" (Por supuesto que no debe pasarse por alto la frase formularia "Quiera el cielo", con que se inicia la obra, y que señala y preside la temática y la búsqueda de todas las estrofas, de todos los cantos: el cielo existe y tiene voluntad, que puede compadecerse de la mía).

Los tímidos serán como los niños. En ese caso la obra es la madre. Y luego eludirán el libro como grullas volando en orden geométrico, que desvían su camino al presentir el peligro, "la tormenta cada vez más próxima"; el libro como peligro será un escollo que los tímidos deberán esquivar para encontrar un "camino filosófico y más seguro". Lo que no son los Cantos: no son propuesta filosófica sino fuertemente intuitiva; no camino demarcado, sino selva engañosa; no propuesta sensata, sino derivaciones azarosas. 

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El autor transfiere su experiencia al lector planteando la opción por el mal. Opción que se da a nivel simbólico y en el reino de los valores que conduce al autor-personaje -Maldoror- a la alternativa de pelear en el bando de los bandidos. Existe un ser, el Eterno, y los ángeles gozan la magnificencia y la paz de los cielos deleitosos. Maldoror elige, en cambio, la pura voluptuosidad nacida del mal, con la elección del placer de odiar, en vociferada postura anticristiana. El ser voluptuoso se bestializa -¿será porque el ser espiritual se santifica? - y se lo presenta como un animal: "tiburón, asqueroso hocico", que en el regodeo de los sentidos llega detrás de la "dicha completa".

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Maldoror también catequiza con su opción. Dice sus oraciones como si respondiera a las exhortaciones del “divino Marqués”. Existe una predestinación hacia mal inherente al individuo. Nada de la roussauniana influencia de la sociedad. El yo se propone como ejemplo: fue bueno y conoció la felicidad, la edad de la inocencia, a la que sigue el descubrimiento del verdadero carácter. Siente el primer síntoma cuando advierte su inclinación a provocar dolor.

Un nuevo paso en su relación con el lector se lo permite el desdoblamiento en alguien que vive –vivió- y alguien que escribe y se juzga en el momento de hacerlo: "Humanos, ¿lo habéis oído?; ¡se atreve a repetirlo con esta pluma que tiembla!"

Maldoror, ese personaje que cuenta su nido, aspira a ser claro, comprendido en el verdadero alcance de su postulado. No niega que las nobles cualidades puedan existir –sobreentiende ángeles – pero él es el cantor del mal.

Un alejamiento irónico del acto de escribir es cuando se le eriza los cabellos. ¿Maldoror se toma en serio? Al menos sabe reírse de sí mismo, como cuando trata de escandalizar antes que de trasmitir contenidos respaldados por vivencias. (En otros momentos parece tener una autenticidad confesional.)

Aceptando que hay delirio -escritura automática, dirían los asumidos descendientes- no puede dejar de subrayarse la continuidad de los planteos, que equivale a carácter orgánico de los Cantos.

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La opción por el mal se presenta al comienzo como una predestinación, pero después se le suma la constatación de la estupidez y la maldad de los humanos. Él podrá seguir sintiéndose diferente porque no encubre su maldad, sino que la declara y justifica. Los hombres embrutecen y pervierten a sus semejantes con la excusa de la gloria. Los hombres ríen. Tal apariencia ¿es fingimiento de dolor? Para probarlo se corta a la altura de los labios y así descubre que tiene insalvables diferencias con los hombres que ríen, y que él no ríe.

Se dedica a enumerar la fealdad y la crueldad. Reúne los ejemplos en un gesto común, el de elevar el puño al cielo, como el de un niño ante su madre. El cielo, en toda oportunidad aparece omnipotente, feliz, o generador de la vida. Y como el hombre peca, debe sufrir. Hay mal y hay castigo. El mundo -¿Dios?- desata sus potencias para castigarlo: los mares, los huracanes, los terremotos, la peste, las enfermedades. El destinatario no capta la sutileza. De su juicio moral sobre el comportamiento humano nace su postura a favor del mal. Y emite idéntica sugerencia que Goethe en el Prólogo en el Cielo de Fausto, cuando admite por boca del Señor que Fausto es la única excepción para oponerse a los juicios de Mefistófeles ("¿Conoces a Fausto?") Maldoror propone: "Muéstrame un hombre bueno..." Si existiera sería un monstruo porque la normalidad está en el mal. La generalidad da la razón a Mefistófeles.

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Si el mal es inherente al yo en todas sus manifestaciones, una de las formas de la autenticidad sería asumirlo y practicarlo, concienzuda y metódicamente. Provocar dolor pero con el propio cuerpo, esa es la razón de "dejarse crecer los uñas" y entonces atacar la inocencia, el niño de pecho en una cuna. El mal se realiza tanto más si ataca a quien no sospecha siquiera su existencia. Al que es conciente lo atrae porque es hermoso y el ultraje a la pureza parece irresistible. Pero se debe herir traicioneramente, escondiendo las garras tras una caricia. Se paladea la sangre. El hombre realiza el mal y teniendo en sus manos la vida del otro se siente dueño de su destino. No lo mata sólo para permitirse el gozo complementario del aspecto menesteroso. En el fondo de la tortura metódica está el ansia inconfesable de un Dios. Por eso no esconde que siente placer. Al final plantea que la mayor dicha consiste en ser amado por el que se le ha hecho daño. Y surge, inevitable, el paralelo con Jesús.

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Cuando se hace presente el homosexualismo se advierte la doble jugada que le hace el inconsciente al autor de los Cantos. Si Maldoror, que quiere escandalizar y opta por el homosexualismo no desarrolla esta postura es porque le pasó desapercibida. Su época habría elevado una condena con mayor furia que ante el caso de su declarada maldad. Él lo declara -¿casi inadvertidamente?- en el cambio que se establece en el niño torturado cuando pasa a ser adolescente y sigue siendo adolescente en el momento de unirse a él en el más allá y de forma amorosa, boca contra boca.

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¿Pero hay un mañana para Maldoror? A este respecto es iluminador el planteo (y todo el libro en el que se encuentra) de Hebert Benítez Pezzolano: “Ahora bien, a primera vista, dicha conciencia (“la de una verdad que revela”) parecería ser el resultado, al modo de una homología fatal, de la iracunda antimetafísica cristiana que atravesaría Les Chants. Sin embargo, una lectura meditada sugeriría que, más que un proyecto contra-ontológico, las páginas de Maldoror contendrían una decepción moral extrema, es decir, la fuerza de un padecimiento y no la estructura de un proyecto.” [3]

En efecto, si se parte de la absoluta creencia: “El niño no traiciona nunca, no conoce todavía el mal: aquella que ama mucho traiciona antes o después… lo adivino por analogía, aunque ignoro qué es la amis­tad o qué es el amor (y es probable que nunca lo acepte, al menos de parte de la raza humana)” lo único que parece natural es que los cantos sean alaridos. El Conde de Lautréamont modula su dolor como una disección de aprendiz de cirujano que termina tirando los instrumentos para gritar “que otros sigan mi obra”.

La lectura de Los Cantos de Maldoror, ¿produce placer?, ¿una vaga sensación de emoción estética? ¿Rechazo? ¿Identificación? ¿En qué convirtió Lautréamont sus alaridos? No está demás terminar -para no terminar nunca- con estos cuestionamientos de Ronald Barthes: “Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es porque han sido escritas en el placer (ese placer no está en contradicción con las quejas del escritor). Pero ¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer, me asegura a mi, escritor, la existencia del placer de mi lector? De ninguna manera. Es preciso que yo busque a ese lector (que lo “rastree”) sin saber dónde está. Se crea entonces un espacio de goce”. [4]

Comencé este acercamiento al Conde de Lautréamont afirmando que la relación con el lector es, quizás, uno de los temas esenciales de los alaridos, quiero decir, de los Cantos que tienen mal de aurora.

Lautréamont escribió en francés y a la literatura en esa lengua se integra su obra. La República Oriental del Uruguay tuvo el privilegio incompleto que tres importantes poetas nacieran en su suelo pero se fueran a Francia, la patria de su idioma. Uno fue el conde, los otros son Jules Laforgue (Montevideo en 1860-París, 1887) y Jules Supervielle, Montevideo, 1884-París, 1960. La trinidad que forman representa la formidable presencia de la cultura francesa en el desarrollo de la cultura uruguaya.

 

 Isidore Ducasse

Isidore Ducasse


[1] Isidore Lucien Ducasse (Conde de Lautréamont) nació en Montevideo (4-IV-1846) y murió en París (24-XI- 1870). De su vida poco más se sabe con certeza. Escribió en francés Poesie y Les chants de Maldoror. Los Cantos permanecieron en el olvido hasta la década del 20 cuando los surrealistas lo reclamaron como antecedente ilustre.

[2] En 1868 aparece el primer canto y la obra completa en Bélgica, 1869

[3] Hebert Benítez Pezzonlano, El sitio de Maldoror, Montevideo, Pirates, 2008.

[4] Ronald Barthes, El placer del texto, México, Siglo XXI Editores, 1980.

       
 

 

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